Ese estilo de construcción gris, triste, de ángulos rectos, eso que todo el mundo conoce como arquitectura comunista, hoy en día está tachada como deshumanizada, fea y aburrida. Para muchos es el ejemplo de lo poco que puede dar de sí la arquitectura, una vulgar solución barata para proporcionar viviendas a los trabajadores sin un solo detalle personalizado. Y créanme, los que fueron testigos de la construcción de estas moles en los países del Este experimentaron el mismo rechazo. Incluso más.
Uno de esos lugares es Hungría, aunque su tipo de edificio comunista más recordado no está en las ciudades, sino en el campo. Se trata de los ‘Kadar-Cubes’, llamados así en honor al presidente Janos Kadar. Eran literalmente ‘cubos’ para solucionar el problema de la vivienda en el campo. Hacían falta tantas casas que el gobierno permitió que los ciudadanos pudieran levantar sus propios ‘cubos’ siguiendo los estrictos estándares de uniformidad que mandaba la ley. Dictaron cada medida, el tamaño de las puertas, las dimensiones de la ventana pero no se pronunciaron sobre el color que debían tener. Y lo que ocurrió es que la Hungría rural se llenó de viviendas con gamas cromáticas increíbles.
La fotógrafa Katharina Roters pasó una década fotografiando estos hogares y reunió todas las imágenes en un libro, Hungarian Cubes. El origen de estas viviendas se remonta a los años 20, donde ya fueron consideradas viviendas de calidad y económicas. Pero no fue hasta los años 60 y 70, en pleno periodo socialista, cuando sustituyeron la arquitectura tradicional en las zonas rurales.
La proliferación de este modelo de vivienda no fue del todo negativo. «Que los Cubos acabaran con la arquitectura tradicional fue traumático, porque eso simbolizaba los profundos cambios sociales y culturales que experimentó la sociedad húngara por la fuerza en aquella época. Sin embargo, también hay que tener en cuenta que supusieron una gran modernización del campo, todas tenían agua, baño y caldera. Las zonas rurales húngaras todavía en la II Guerra Mundial eran zonas muy pobres que no conocían ese nivel de vida», explica Roters.
Durante la posguerra, todos los países tras el telón de acero orientaron su economía hacia la producción industrial y a la vivienda. Pero el problema de Hungría fue que el estado no podía hacer frente por sí mismo al grave déficit de casas que sufría el país. El plan maestro inicial de los comunistas húngaros no tuvo el éxito esperado y llegó un momento en el que la única solución realista era permitir la construcción privada en las áreas rurales con una fuerte regulación.
El estado temía a las viviendas individuales. Los «cubos», rodeados por un jardín, para los comunistas representaba un peligro porque el trabajador podría aislarse de la comunidad y convertirse en una especie de «individuo detrás de la valla». El propio concepto de vivienda individual les sonaba a algo puramente capitalista.
La legislación trató de controlar hasta el último detalle. Los materiales que se podían usar estaban estipulados previamente; los planos, estandarizados para todos igual. Pero el desarrollo de la «autoconstrucción» significó un crecimiento exponencial de los ‘cubos’ en pocos meses, tan rápido que el estado no pudo controlarlo.
El crecimiento coincidió con la época del llamado ‘comunismo gulash’ (guiso), cuando en Hungría hubo una relajación general del régimen respecto a los años estalinistas, que culminaron con la traumática invasión soviética del país en el 56. Según Katharina, «en el periodo del ‘comunismo gulash’ se produjo una extraña alianza entre un estado socialista represivo y un pequeño espacio para la individualidad y la libertad».
De modo que los ciudadanos obedecieron al estado, pero por la única grieta que había en la legislación, la ornamentación de las casas, escapó toda su creatividad. Utilizaron la técnica del esgrafiado. Alguien empleó unos moldes para hacer unos dibujos geométricos y la idea se extendió como la pólvora. Los vecinos intercambiaban los moldes incesantemente, los modificaban y expresaban así sus propias ideas artísticas en las fachadas de sus casas. Incluso hoy, cuenta Katharina, en alguna tienda te puedes encontrar los viejos moldes para hacer los dibujos.
Katharina ya había vivido en Ereván, Armenia, y había descubiertos múltiples formas de creatividad en la arquitectura socialista. También estuvo en Taskent, Uzbekistán, y cuando llegó a Hungría seguía buscando lo mismo. La sorpresa llegó cuando descubrió que la individualidad de cada casa databa del mismo año de construcción de las viviendas. No llegaron más adelante con la desaparición del estado comunista.
Paradójicamente, a día de hoy la fuerza simbólica de los ‘cubos’ se ha desinflado bastante: «El problema es que en la actualidad estas casas se asocian con todo el periodo comunista y digamos que eso no es un recuerdo muy agradable para la gente. Además, en un periodo tan nacionalista como el que se está viviendo actualmente, se perciben como el símbolo del cambio social forzoso, como aquello que redefinió la arquitectura rural del país. Para la gente detrás de los ‘cubos’ hay como cierto periodo traumático al que no quiere volver la vista. De hecho, a la mayoría de los húngaros no les gustan, lo ven como algo kitsch, no creen que tenga ningún valor ni artístico ni social. Ni siquiera lo consideran arte popular aunque lo es sin duda».
Y además, no es un caso de embellecimiento de una ciudad, como pudieron ser las casas de colores de Tirana del alcalde Edi Rama, actual primer ministro albanés, sino que, en palabras de Katharina, «esta es la historia de la formación de una nueva sociedad que necesitaba una nueva expresión, un código nuevo».