«Qué extraños fenómenos nos encontramos en una gran ciudad. Todo lo que hemos de hacer es deambular con los ojos abiertos. La vida se arremolina en enjambres de inocentes monstruos»
Charles Baudelaire
Desde que aparecieron las cámaras digitales, y aún más con los teléfonos móviles, hemos vividos una suerte de absurda competición por ver quién hacía fotos de desayunos y brunchs con mayor calidad. Que si mi lente tiene los filtros pastel integrados, que si los cupcakes se ven mucho mejor con mi objetivo resistente al agua, que si mi cámara tiene 8 megapíxeles, que si la mía tiene 12 y la de mi cuñao 24, pues eso no es nada porque mi réflex tiene 32 megapíxeles como 32 soles y para cuñao yo.
Todo esto le debió parecer una soberana mandanga al fotógrafo Jeffrey Martin cuando publicó su foto de Tokio, porque la imagen tiene 600.000 píxeles… solo de ancho. En total, el panorama de la capital japonesa ocupa la colosal cifra de 150 gigapíxeles; o sea, ciento cincuenta mil megapíxeles. En términos cuñaos, unas seis mil cámaras de la mejor calidad.
Martin descubrió la fotografía panorámica en el año 2000, más o menos al mismo tiempo que el resto de los mortales descubríamos la fotografía digital. Parece una fecha muy reciente pero, hace quince años, la mayoría aún usábamos unos peculiares dispositivos casi arqueológicos llamados «carretes» y revelábamos nuestros negativos en extraños locales a los que nos referíamos con el ancestral nombre de «laboratorios fotográficos». Mientras tanto, Martin se mudaba de su Inglaterra natal a Praga, se subía a la torre de la televisión estatal checa y comenzaba a disparar con su Canon compacta en los 360 grados del campo visible. Nacía así la web prague360.com que en 2007 se convertiría en 360cities, de la que Martin es fundador y CEO.
Ocho años después, y tras una serie de acuerdos con empresas fotográficas y de internet, 360cities alberga centenares de fotografías panorámicas y en alta definición de ciudades y paisajes –e incluso de eventos más pequeños y mundanos– por todo el mundo. De hecho, la web funciona como red social abierta a las aportaciones de sus usuarios registrados. Entre sus imágenes podemos pasear por el casco antiguo de Damasco, ver el reflejo del sol sobre el hielo del glaciar McCall en Alaska, y hasta viajar al pasado y dar una vuelta completa al World Trade Center de Nueva York cuando las Torres Gemelas aún estaban en pie.
Los logros personales de Jeffrey Martin incluyen la alianza entre 360cities y Google para que sus panoramas aparezcan en Google Maps y Google Earth, además de varios récords de tamaño fotográfico, como el actual Guinness a la imagen panorámica más grande, por su fotografía esférica de Londres.
Quizá lo más interesante del trabajo de Martin no tenga que ver con las proezas técnicas y ni siquiera con la belleza de sus fotos, sino con la actitud con la que las enseña al mundo. Su aproximación se parece a la de los primeros pioneros de la fotografía panorámica, que solo querían una experiencia visual del territorio lo más parecida a la realidad.
Hombres como George N. Barnard, que documentó la Guerra Civil americana en docenas de fotocomposiciones, las cuales serían de enorme valor tanto para los ingenieros como para los mandos militares de la contienda. Porque, aunque la fotografía panorámica o esférica nos suene a lo más avanzado de la tecnología actual, en realidad tiene la misma edad que la propia fotografía. De hecho, la aparición de la película flexible en 1888 contribuyó a una revolución de la imagen panorámica, que vio nacer nuevos carretes y dispositivos de nombres tan bombásticos como el Cylindrograph, el Pantascopic o el Cyclo-pan.
Sin embargo, nuestra inmersión en décadas de posmodernidad cultural nos permite –casi nos obliga– a mirar a las gigafotografías de Jeffrey Martin con unos ojos bien distintos a los que él propone. No hay más que asomarse a la brutal imagen que tomó desde la Torre de Tokio durante dos días enteros en septiembre de 2012. A priori puede parecernos una inocua foto de la capital nipona, pero en el momento en que hacemos zoom y nos acercamos más y más y todavía más a las calles y a las personas que la pueblan, nos daremos cuenta de que nuestro ánimo pasa de lo lúdico a lo entomológico.
No se trata de que la gigafotografía sea una manifestación más del hiperpanóptico digital que inunda la sociedad contemporánea. No es una herramienta de control ni de vigilancia. Pero la extraordinaria capacidad de detalle, la posibilidad de aproximarnos prácticamente a la expresión facial de los viandantes, nos convierte en una especie de dioses-observadores. De francotiradores de vidas ajenas.
Tras varias horas de buceo hemos perdido la noción de mirar una urbe real con habitantes reales y bien podríamos estar escrutando las torres retorcidas de la Nueva Crobuzón de China Miéville o espiando los devenires de Titus Groan y sus conciudadanos del Gormenghast de Mervyn Peake. Es más, si pasamos de Tokio a Praga y luego a Londres y luego a Nueva York, la sensación es que al otro lado de la pantalla se ha abierto una ventana a Eutropia la ciudad invisible que Italo Calvino definió como «[N]o una ciudad sino muchas, de igual tamaño y no disímiles entre sí, desparramadas en un vasto y ondulado altiplano».
Ya no nos interesa la belleza ni la técnica ni los miles de megapíxeles, solo queremos saber a dónde mandó la bola ese aficionado al béisbol, cuánto cobra el maquinista por pasear a unos preadolescentes en su tren de juguete, de qué sabor serán los helados que se va a tomar el señor de la gorra blanca, quién está enterrada o enterrado en esa tumba tan distinta a las demás, de dónde vendrán esas dos chicas que llegan al hotel con sus maletas e incluso qué llevan en las maletas.
Y queremos saber si el tipo que está haciendo una foto desde lo alto de su terraza en lo alto de una torre de viviendas no será un Dopplegänger de nosotros mismos.