Las cosas que perdemos por no saber esperar

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Hubo no hace tanto una época en la que quedar con tus amigos era un acto de fe. Se había dicho en el recreo «A las seis en el parque» y ahí terminaba toda la logística. No había mensajes de «Saliendo», «Estoy en el bus», «Llego en cinco». Estabas tú, tu Casio, y la certeza (o la esperanza) de que los demás aparecerían.

Era un ejercicio de paciencia, de confianza, de tiempo suspendido donde ver llegar a tus amigos uno a uno en la lejanía era lo que activaba tu dopamina. Si alguno no llegaba, se asumía estoicamente que le habrían castigado o que tenía quehaceres familiares inesperados cuyo relato tendría que esperar al día siguiente. Había algo de aventura en no saber si te tocaría volver solo a casa con las manos en los bolsillos. Pero incluso eso tenía su encanto: el gesto de haber cumplido tu palabra, de haber estado ahí.

En aquel momento, sin saberlo, vivíamos como Oliveira y la Maga en Rayuela: caminando por la ciudad con la esperanza de encontrarnos por azar, sin ubicación en tiempo real, sin avisos, sin el control permanente de la situación. Coincidir era un acto de destino, o de milagro cotidiano ligeramente intervenido por una llamada al teléfono fijo familiar. Había algo profundamente humano en esa posibilidad de perderse, de no saber, de dejar que el encuentro ocurriera a su propio ritmo y, a la vez, de ser capaz de mantener una cita sin la hiperflexibilidad del aviso de último minuto.

Quizás lo que hemos perdido no es tanto la capacidad de esperar, sino el espacio interior que la espera nos regalaba. Aquellos minutos antes de que alguien llegara eran una especie de tregua con el mundo: un tiempo que no se podía acelerar ni llenar de distracciones donde, sin saberlo, hacías un máster en habitar la incertidumbre, en confiar en el otro sin necesidad de rastrearlo en una pantalla.

Hoy, en cambio, la espera parece un fallo del sistema. Vivimos en la era del «Ya voy», pero, curiosamente, nunca llegamos del todo. Nos justificamos en tiempo real para no sentirnos mal por llegar tarde, pero llegamos tarde. Nos diluimos entre mensajes que maquillan la dificultad de coincidir. Lo digital nos enseñó a comunicarnos permanentemente sin encontrarnos casi nunca.

Ahora todo parece urgente, pero casi nada importante. Hemos confundido la inmediatez con la presencia y la respuesta con la atención. Sin embargo, algo en nosotros todavía recuerda lo otro: el banco del parque, la figura que se recorta en el horizonte y va haciendo más nítido el primer saludo que rompe la distancia.

Escribía Antonio Machado: «Sin el tiempo, esa invención de Satanás, el mundo perdería la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza». Parece que caminemos hacia esa pérdida, pero de pronto un día sales de casa y te olvidas el teléfono, te encuentras a alguien de casualidad por el barrio y te paras a tomar un café; alguien simplemente aparece, y sentimos esa pequeña alegría arcaica, como si el tiempo volviera por un momento a su ritmo humano. Como si no hubiésemos perdido nada.

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Patrick Thomas

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