Las leyes no se escriben, se bailan

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La antropología cultural no se ocupa de estudiar huesos y desenterrar calaveras. Su campo de acción es uno muy distinto: entender a los que son diferentes; a los pueblos, comunidades y etnias cuyas culturas, todavía vivas, se alejan de lo que conocemos nosotros.
La necesidad de esta ciencia humanista surgió por un motivo muy claro: el colonialismo europeo, allá por el siglo XVIII, se enfrentaba a realidades sociales que no conseguía comprender, y, por tanto, no lograban someter bajo su poder de una forma eficaz. Se encontraban, por ejemplo, con jefes de tribus sin poder alguno, con reyes que no mandaban sobre nadie y con supuestas autoridades importantes que en la práctica no tenían ninguna importancia.
Los primeros antropólogos descifraron este misterio dándose cuenta de que, en realidad, muchos de los conceptos culturales que tenemos en nuestros países podían no valer en otras zonas del mundo. Por seguir con el ejemplo, podía ser más conveniente llegar a un pacto con el anciano, el guerrero o el brujo que con el supuesto jerarca.
Por eso, cuando Elena Catalano, antropóloga de la Universidad de Durham, aterrizó en África para estudiar sus danzas, sabía que lo que se iba a encontrar no tenía por qué ser lo que las danzas son en nuestro mundo occidental, es decir, un espectáculo para escenarios y teatros o una diversión para momentos de ocio. Al contrario, en sus estudios en Ghana demuestra que el fontomfrom, una danza practicada por el grupo étnico Akwapem, es en realidad un “mecanismo para reflejar y justificar el orden social”. Toda una forma de jurisprudencia bailada.

Imaginemos por un momento lo que se encontraron los primeros colonizadores. Acostumbrados a las grandes orquestas, a la elegancia de los salones y óperas, a los violines y los zapatos de punta, el fontomfrom se desarrolla en la tierra, roja y polvorienta, a pies descalzos y en medio de un estruendo de tambores.
Esto, que en su momento fue juzgado como ‘bárbaro’, para la antropología de hoy en día es una danza “gestual, cuya función explícita es la de contar historias, dar información y, sobre todo, emitir mensajes”. En ella, cada gesto tiene un significado concreto, convirtiéndose en “una suerte de acto oratorio, cuyo sentido es de desarrollarse en presencia de un público, la comunidad y en particular las autoridades, las cuales juzgan la legitimidad de lo que se dice, aprobando o sancionando, con la reprobación o con penas de vario tipo, el contenido del discurso, enunciado a través de los gestos de la danza”.
Los bailarines van pasando delante del rey, en estricto orden según su importancia, y van “contándole” cosas, con una etiqueta rígida y precisa que controla la percusión principal: “Un maestro percusionista no es simplemente un medio, sino un símbolo de la autoridad. Él es parecido al cetro, en la tradición occidental, que representa al jefe y su realeza”. Este tambor principal, con un cambio de sonido, marca el ‘ritmo’ de los participantes, invitándoles a entrar o a salir del centro de la oratoria, sancionando, reprobando o alabando el contenido de los discursos bailados. Mientras, el rey y el público permanecen impasibles, contemplando el ‘espectáculo’, entendiendo esos mensajes y esperando a que les llegue su turno.
Todo un ejemplo de complejidad cultural, de etiqueta social y jurídica. Una forma de leyes danzadas sin las cuales una parte de la sociedad africana perdería completamente su sentido. “Una lectura del concepto de derecho”, como dice Elena Catalano, en el que las leyes se bailan.

Foto: US AID bajo licencia CC.

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