Era el verano de 1853 en Nueva York. George Crum trabajaba de chef en el restaurante Moon’s Lake House. Un camarero le ordenó un plato de patatas. Él las cocinó. Las sirvió en un plato y las dejó listas para servir.
A los pocos minutos volvió el camarero con el plato. Un cliente pidió que las devolviera al cocinero. No estaba dispuesto a comerse eso:
—No me gustan. Son gordas y pastosas.
Crum, un hombre con fama de irascible, enfureció. Cortó las patatas tan finas como pudo, las frió bien en grasa y les echó sal.
Intentaba vengarse del cliente exigente, pero, sin buscarlo, dio con una receta colosal. Al tipo le encantaron.
El restaurante empezó a ofrecerlas con el nombre de ‘patatas crujientes’ y cada vez tenían que freir más.
Unos años más tarde, Crum abrió su propio restaurante. En cada mesa puso una cesta con ‘patatas crujientes’ y también las vendía como snack para llevar.
El aperitivo fue un éxito.
El estadounidense, de padre negro y madre americana indígena, nunca patentó su invento, pero en 1976 reconocieron su aportación a la gastronomía. Hoy una placa cerca de Moon’s Lake House conmemora el invento del chef.
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