Las pizarras cuánticas

25 de octubre de 2012
25 de octubre de 2012
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Han pasado tres años desde que Alejandro Guijarro se interesó por ellas. Tiempo que lo ha llevado a fotografiarlas en la Universidad de Stanford, Berkley, Cambridge, Oxford y el CERN. Son pizarras. Pizarras que pueblan los grandes centros de estudio de la física. Espacios que albergan los restos de las fórmulas matemáticas que elaboran las mentes más privilegiadas en este campo. Una superficie en el que todo es susceptible de ser modificado, transformado y borrado. Un fiel reflejo del universo en el que nada es absoluto y todo es susceptible de ser cuestionado, según Guijarro.

«En cierto modo, la ciencia y la vida se basan en eso. Su evolución es como una pizarra. El conocimiento es frágil. No hay verdades absolutas. Cuando alguien crea una teoría tiene validez hasta que alguien demuestra lo contrario», explica el fotógrafo y artista madrileño, que lleva más de nueve años viviendo en Londres.

Todas las fotografías de esta serie las realizó con una cámara analógica de gran formato. Una forma de trabajar que añade complejidad y dificultad a lo que en principio podría ser relativamente fácil de desarrollar con un dispositivo digital. «Soy una persona bastante nerviosa e inquieta. Usar esta cámara me ayuda a concentrarme. A tomarme mi tiempo. Te da un espacio para meditar y pensar mientras la preparas. Luego está, además, la gran calidad de imagen que proporciona».

Adentrarse en este reducido pero influyente mundo llevó a Guijarro a interesarse por la física cuántica, la rama más abstracta y filosófica de esta materia que ha querido reflejar en esta obra. «La física tradicional asume que se puede otorgar un valor objetivo exacto a todas las cantidades físicas, permitiendo calcular su comportamiento en cualquier momento (…) pero la física cuántica niega esta posibilidad. En términos muy simplificados, cuanto más precisa sea la posición de la partícula, menos preciso resulta establecer su movimiento (y viceversa). El observador tiene que escoger una de las variables y al hacerlo, excluye o sacrifica otras posibilidades y sus resultados». En otras palabras, «el observador cambia la realidad al mirarla».

Confraternizar con los físicos hizo que el artista aprendiese a valorar las similitudes entre el arte y la ciencia. «Pienso que buscan la misma cosa de distintas manera. El científico vive aislado de las aplicaciones reales que se hacen de su trabajo. Quiere crear en libertad al igual que el artista».

Pero llegar a ellos no siempre fue fácil. Los comienzos fueron dificultados por la notoria burocracia de las instituciones académicas. «Al principio había un cierto rechazo hacia mis intenciones. Conocí a una científica valenciana que trabaja en el CERN y eso me facilitó mucho la vida. Una vez que se dieron cuenta de que quería retratar su trabajo estuvieron encantados de verme por allí».

En el caso de China y Líbano, tuvo menos suerte. «En China me encontré con una absoluta desconfianza. Eran reacios a compartir lo que se escribía sobre esas pizarras y nadie quería hacerse responsable. En Líbano, en cambio, a pesar de que me aseguraron que tenían pizarras clásicas, al final me encontré que solo tenían superficies blancas».

Pizarras a tamaño real

A la hora de trasladar las fotos a una galería, el creador madrileño las imprime a tamaño real. Una resolución que permite apreciar en persona la mezcla de ecuaciones y fórmulas matemáticas a medio hacer o valorar las manchas de ecuaciones que en el momento que son escritas ya tienen fecha de caducidad. Otros están completamente libres de escritura pero guardan el poso de la tiza blanca.

Verlas en la realidad es posible actualmente en la galería Tristan Hoare, donde se exponen hasta el 9 de noviembre. Algunas ya han sido adquiridas por Saatchi Gallery, una de las galerías más importantes del mundo, que dedica gran parte de sus recursos a apoyar el arte emergente.

Son varios años persiguiendo estos espacios oscuros llenos de conocimiento. Guijarro prepara en la actualidad proyectos nuevos. Pero confiesa que no se quedará tranquilo hasta completar algunos pequeños flecos que le gustaría precisar. «Me gustaría poner punto final al proyecto con una o dos visitas más. Probablemente iré a Harvard. Allí tienen unas de las más antiguas y me han dicho que son preciosas. También están las de Trieste, ciudad en la que se encuentra una pizarra de 10 metros o quizá Copenhague, la cuna de la física cuántica».

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