Todo el mundo habla de la robotización del trabajo, pero nadie de la robotización de los trabajadores, o sea, de esa distópica, encorbatada y tecnófila red social que precede a la ansiada conquista de un nuevo curro donde todo es motivación, y coaching, y entrepreneurismo, y sostenibilidad y otro montón de vacuidades hashteadas que constituyen una suerte de neolengua laboral perversa y superpaleta.
Una manera de hablar que nos hace sonreír en nuestras fotos de perfil como si alguien nos estuviera apuntando con una recortada fuera de plano. En efecto, estoy hablando de la verisón sovética del Show de Truman Linkedin, lo más parecido a un campo de reeducación que hay ahora mismo en internet.
Por aquí las notificaciones siempre van de felicitar al personal: por su cumple, por su nuevo puesto, porque se ha cambiado de ciudad o porque simplemente le conoces de algo (de nada). Y ni siquiera hace falta escribir, la máquina ya lo hace por ti:
«Dedica un momento a dar un reconocimiento a Antonio García, lleváis 4 años en contacto», me sugiere el Gran Hermano. Antonio es un jambo que se sentaba cuatro filas detrás de mí en la facultad y que me acabo de enterar de cómo se llama. «Mis pasiones son el SEO, el SEM y el Digital Marketing». Yuju. Pincho en «Dar Reconocimiento», y a continuación se despliega un menú donde aparecen las opciones de «Gran Mentor», «Impacto Positivo» e «Ideas Originales». Pincho en esta última, y al rato me llega un mensaje del tal Antonio que dice: «¡Muchas gracias, Eduardo Naudín!». Y todos contentos. Todos networkers. Todos, con cara de Buruaga (incluidas las mujeres) caminando de la mano hacia la muerte cerebral.
Y es que tanto las formas de expresión como los mensajes vienen paquetizados para que, intuyo, el vulgo no se pierda entre tanta parida buenrollista made in Sillicon Valley: «Siempre es estimulante hablar de big data con XX», «Estupenda iniciativa de managment la de XX», «Me siento afortunada de charlar sobre inteligencia artificial con XX», y así sucesivamente. Mentiras y más mentiras. Nos hemos convertido en folletos del Cofidis con rostro humano subidos a un tren de Auschwitz que nunca llega a Auschwitz, sino que más bien da vueltas en círculos sobre raíles oxidados hasta que –ojo, spoiler– terminamos ahogados en nuestro propio vómito. El progreso.
En fin.
Así que al cabo de un par de horas ahí dentro, stalkeando perfiles, analizando interacciones, me pongo a fantasear con la idea de lanzar una performance de pretensiones colectivas –una revolución digital, tal vez– que dinamite la alienante estructura retórica de esta granja de bots desde sus entrañas. Empezaría subiendo una foto de perfil con filtro de Joker (o de perrito, da igual), seguiría contestando con memes a aquellos que pagan por colarse en mi bandeja de entrada –payasos sin filtro– y, lo fundamental, terminaría compartiendo este artículo para que su mensaje se extendiera como un virus por todo Linkedin. Muerte al sistema. A ver si así alguien me nombra CEO de algo.
Tienes toda la razón.
LinkedIn son ecos de la nada, pomposidad, y plumas de pavo real.
Hace un año que borré mi perfil, tenía 1700 contactos amigos entre comillas, de los cuales realmente conocía a menos de 50
Pero infinidad de ellos habían confirmado mis dotes como buen gerente, buen comercial, bueno lo que sea.
En definitiva postureo, en Instagram esp con foptos y aquí es con palabrería.
Debo decir que nunca me aportó nada el perfil. Y que después de cerrarlo me ha dejado un poco más de tiempo para mis pensamientos y proyectos.
Comparto. En LinkedIn, claro.