Los rostros del Montseny: una forma de vida en peligro de extinción

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Mariano Pagès tardó 20 años en atreverse a hacer un libro como Retratos del Montseny. Fisonomías de la tierra. Se estrenó como fotógrafo a los 18 años y ahora tiene 39. La técnica del retrato exige madurez y, además, Pagès soñaba con hacer retratos íntimos de personas auténticas, aferradas a un modo de vida en extinción; personas que, por instinto, oponen ciertas barreras ante los desconocidos.

Los habitantes del macizo, aunque usan un poco de luz eléctrica, viven en la antigüedad. Algunos tienen televisión en casa, pero la mantienen tapada con una sábana para que no se ensucie y no la enchufan nunca.

Dijo Berenice Abbott: «La fotografía sólo puede representar el presente. Una vez fotografiado, el sujeto se convierte en parte del pasado». Los agricultores y pastores del Montseny, antes de pasar por el objetivo, ya vivían en el pasado. Tienen las manos nudosas, simiescas, las uñas con un poso de negror que no se va, los huesos encorvados, el jersey moteado de tierra o paja. Parecería que llevan toda la vida trabajando con las hachas y cuchillos de piedra que se desenterraron en la zona y demostraron que el ser humano merodea por la montaña desde la prehistoria. Eso es lo que atrapó a Mariano Pagès.

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Pagès es argentino y tiene un apellido catalán que incita a caer en la pedantería de suponer que hay algún tipo de predestinación que lo vincula desde su nacimiento a un océano de distancia, al puñado de pagesos (campesinos) que viven en la montaña catalana.

Antes de Retratos del Montseny publicó otros dos libros de fotografía nocturna y paisajística del mismo parque natural. Pero su gusto por aquella tierra no nace de ninguna búsqueda trascendental: «Vivo en Santa María de Palautordera y veo la cara sur del macizo desde la ventana de mi casa. Me interesa porque lo tengo cerca, trato los temas que tengo más próximos, soy un investigador local, de kilómetro 0», cuenta a Yorokobu.

Durante sus trabajos anteriores, recorrió todo el territorio del parque natural. Fotografió la arquitectura, la flora y la fauna, pero le inquietaban, sobre todo, esas personas que vivían «como en la Edad Media». «Son familias autosuficientes, casi desconectadas de nuestro sistema, con costumbres y tradiciones de la Cataluña centenaria».

Dice que no podría haberse acercado a estos hombres y mujeres para lograr su confianza si no fuera por la experiencia acumulada: «Tienen 60 o 90 años, lo primero que debes hacer es buscar un vínculo, una conexión para poder relacionarte con madurez y que la otra persona se sienta relajada. Para eso me ha hecho falta madurar 40 años».

No sólo requería un buen bagaje para afrontar el proyecto, también necesitaba unos recursos técnicos complejos. Pagès quería reflejar la realidad sin trastocarla y realizó el trabajo con un estudio portátil. Los modelos no se tuvieron que mover de sus masías, sus corrales, de su bosque.

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Los campesinos viven en casas diseminadas por el territorio. Muchas permanecen cerradas y otras se han reformado para convertirlas en restaurantes o casas rurales.

Quienes habitan en esos campos no recuerdan antepasados que pertenecieran a otra región. No obstante, muchas personas emigraron para no volver: a partir del siglo XIX se inició una fuerte despoblación de la zona. Hoy, los que quedan no imaginan vivir en otra parte, a pesar de que a veces miren al cielo con preocupación, de que a veces no llueva y sus ovejas no encuentren dónde pastar.

«Ellos son el entorno, viven enlazados. Su existencia es armónica con las estaciones, está vinculada al ritmo de la naturaleza», reflexiona. La electricidad les interesa poco más que para usar el congelador. Todavía cocinan con fogones de carbón.

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El proceso de acercamiento fue largo: «Los primeros contactos eran sin la cámara. Son gente bastante cerrada con los desconocidos. Empecé hablando, comiendo con ellos. Compartir con ellos los libros anteriores era una buena puerta para entrar. Después, cuando conseguí hacer algunos retratos, con la maqueta en mano, ya fue más sencillo», recuerda.

Sin una conexión humana con los modelos, el proyecto se antojaba imposible, «no es lo mismo un retrato que haces por la calle, acercándote a alguien un segundo y pidiéndole permiso, que entrar en una casa con el material del estudio, las luces, el trípode».

Pagès huyó de la tentación de sumergirse en la historia vital de los protagonistas y dejar que empapara su trabajo. «Me interesaba sólo la persona en sí y la tierra». No obstante, escuchó cómo contaban cosas de la guerra o cómo evitaban por todos los medios acordarse de la guerra: «Los dejaba hablar para buscar el momento en que ellos se conectaran consigo mismos y con el paisaje. Hablaban del cariño con el que hay que tratar el campo, de la lentitud con la que hay que trabajarlo».

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Las fotografías del libro buscan la inexpresividad. Extiende una tela negra como fondo, elimina el color, enfoca en los ojos y deja que el resto se difumine. Nadie sonríe. La mano del fotógrafo interviene lo justo. «Quiero que quede una persona presente mirándote a los ojos que te transmita un universo de cosas».

Evitó cualquier posturas artificial. Los fingimientos o las poses pueden ocultar la huella que el trabajo, el clima y la tierra han hundido en esos cuerpos. «Les decía que respiraran por la nariz para que cerraran los labios o que cerrara los ojos y los abriera lentamente: así, poco a poco vas moldeando a la persona como haría un pintor».

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Ninguna de las herramientas o de los instrumentos que algunos personajes muestran son de atrezo, todos pertenecían a las casas. El fotógrafo argentino observó al milímetro a los pagesos. Su gestualidad, según dice, resulta inconfundible. «Tienen una manera concreta de estar de pie o de caminar, muchos van encorvados, otros son rudos, pero suelen poner los brazos cruzados, como en guardia, y agarran las herramientas como si fueran una extremidad más». Ahora los reconocería aunque los viera jugando con un smartphone.

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