A diario, Luke Howard observaba el cielo como quien busca las llaves en el bolsillo. De haber vivido en otro lugar, este boticario habría tenido mucho que decir sobre los distintos tonos de azul del cielo o de los rayos del sol. Pero si con algo está familiarizado un londinense es con las nubes.
En 1783, cuando Howard era un niño, vivió un verano convulso que hizo saltar las alarmas de la población mundial a causa de los bruscos cambios meteorológicos que se dieron. El cielo cambiaba de forma y de color constantemente. Nubes de ceniza cubrían el cielo. Los animales morían y los cultivos se echaban a perder sin motivo aparente.
Howard tenía diez años y no sabía qué estaba pasando. En Inglaterra lo llamaron ‘el verano de arena’. Mientras, en Islandia, se sucedían devastadoras erupciones volcánicas, otro volcán despertaba en Japón, y en Italia la tierra temblaba. Puede que ahí empezara a prestar atención al cielo porque era lo que los mayores hacían. Como adulto vivió el año sin verano, 1816. Las nubes no le podía pasar inadvertidas.
Como cualquiera en el siglo XIX, Howard estudiaba el cielo para barruntar si ese día iba a llover. La reiteración le permitió descubrir los diferentes conjuntos de gotitas de agua, que se le revelaron a base de formas que insinuaban algodón, lana, flecos.
En su época surgió un interés desmedido por la naturaleza y su relación con el hombre que culminó en expediciones en busca de nuevas especies y también en el interés por las taxonomías y el orden. Las nubes, tan cambiantes, se habían librado.
Howard descubrió que las nubes, que variaban día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, a menudo eran iguales o, al menos, lo bastante parecidas como para conformar un patrón, independientemente de que formaran unicornios, corazones o gente fumando. La esencia, la textura, se repetía constantemente. A raíz de sus observaciones, el inglés estableció tres tipos de nubes (cirrus, cumulus, stratus) y varias categorías intermedias.
Para seguir a las nubes y asegurarse de todas sus posibles variaciones, Howard solía viajar desde Londres hacia el Distrito de los Lagos para dibujar sus modificaciones en distintos entornos.
Comenzaba el siglo XIX y Lamarck apenas acababa de tipificar y nombrar las nubes. Lo hizo con escaso éxito porque él las nombraba en francés, por lo cual, por mucho que fuera Lamark, a su clasificación le cerraron las puertas de la ciencia.
Howard, por su parte, decidió establecer su propia nomenclatura en latín. No sólo el nombre de las nubes lo ideó en latín, también así redactó su ensayo Essay on the Modification of Clouds, que presentó en 1802 a la Askesian Society, un grupo de investigadores y pensadores de Londres del que formaba parte su socio. El ensayo fue publicado en tres partes en Philosophical Magazine en 1803.
«A fin de permitir al meteorólogo aplicar la clave del análisis a la experiencia de otro, así como registrar los suyos con brevedad y precisión, tal vez sea posible introducir una nomenclatura metódica, aplicable a las diversas formas de suspensión de agua o, en otras palabras, la modificación de la nube», escribió en su ensayo.
Para Howard, las nubes estaban sujetas a modificaciones en base a las variaciones atmosféricas. Según él, eran unos incuestionables «indicadores visibles» de eso cambios atmosféricos que comparaba con el semblante de una persona.
Más allá de la ciencia, la clasificación de Howard tuvo especial relevancia en el arte. Las nubes de los cuadros de Constable y Turner viraron sustancialmente desde que el inglés habló de ‘cirrus’, de ‘cumulus’ y de ‘stratus’. Según Science Museum of London, la nomenclatura de Howard, así como sus bocetos y acuarelas, habrían sido de gran influencia tanto en la pintura paisajista de Constable y Turner, como en la poesía de Goethe y Shelley.
También tuvo algún detractor que, como Caspar David Friedrich, no lograba entender una clasificación que parecía improbable y antinatural. Si hasta entonces no se había mostrado excesivo interés por dar nombre a las nubes fue porque se las había considerado inclasificables, salvajes, etéreas y variables. Partiendo de esta idea, Friedrich no lograba entender cómo a alguien se le había ocurrido encerrar las nubes en la jaula del orden. Nombrarlas en base a patrones era, para él, destrozar su «potencial expresivo».
Goethe, el gran admirador de Howard
Howard y Goethe solían intercambiar correspondencia y confidencias. El boticario le dijo al poeta en una de sus cartas que su verdadera vocación era la meteorología. Goethe, que escribió varios poemas inspirado por la taxonomía de Howard y la dio a conocer, le dedicó un poema en una de esas cartas en las que halagaba su labor nombrando las nubes y le agradecía su lucidez. También aludió a él en un poema como «el hombre que distinguió la nube de la nube».
Gracias a Goethe, el ensayo corrió de mano en mano. Casi de la noche a la mañana, el botánico se convirtió en una eminencia a quien todos conocían como «el padrino de las nubes».
A Howard le criticaron por bautizar a las nubes en latín y no en inglés. Fue Goethe quien salió a defenderle y pidió que no se tradujeran porque «de esa manera la primera intención de su inventor y fundador quedaría destruida». Goethe se convirtió en fan de Howard y este correspondió copiando el fragmento en el que el poeta escribió: «Cuánto me ha complacido la clasificación de las nubes de Howard. Cuánto de mi práctica en la ciencia y en el arte, no podía dejar de ser deseada por la refutación de la forma informe y la sucesión sistemática de formas de lo ilimitado».
La admiración del poeta alemán por el meteorólogo inglés era inconmensurable. No sólo le fue de gran utilidad aquella taxonomía para desarrollar su teoría de la totalidad de la naturaleza. El historiador Richard Hambling, autor del libro The Invention of the Clouds: How an Amateur Metereologist Forged the Language of the Skies, relata que la admiración estaba relacionada con cierto endeudamiento que condujo a «uno de los más extraordinarios homenajes personales que un científico haya hecho a otro». Aquel homenaje consistió en la adaptación del famoso ensayo de Howard a una serie de poemas, uno para cada tipo de nube. El título del conjunto era elocuente: En honor a Howard.
Y no se quedó ahí: logró convencer al inglés de que escribiera su autobiografía y contara cómo había llegado a dar nombre a las nubes. El alemán recibió la autobiografía y al día siguiente ya tenía claro que aquello era lo más placentero de su vida en mucho tiempo. Entre 1820 y 1825, encandilado aún, Goethe escribió y dibujó en un diario los detalles de sus observaciones cuando miraba al cielo. Fue el germen de su libro El juego de las nubes.
En la fachada de la casa de Howard, en Tottenham, donde murió a los 91 años y desde donde observó las nubes, las dibujó y las bautizó, una inscripción reza: «Padrino de las nubes, vivió y murió aquí».
Gracias por rescatar esta exquisita historia.
Maravillosa historia no sólo por su contenido sino por su delicado estilo que engancha a seguirla descubriendo
[…] El inglés que dio nombre a las nubes (y encandiló a Goethe) […]
Muy buen artículo. Desde aquél volumen de Time-Life dedicado a los Fenómenos Atmosféricos no leía algo tan poético acerca de las nubes.
No conocía esos dibujos, puff que preciosos!!! y aún tengo pendiente volar por encima de «la gloria Matutina» en Australia…