El piso aún conservaba el olor a galletas que desprendía su abuela. Ir a visitarla los sábados era su momento favorito de la semana. La acompañaba a comprar, luego comían juntas un menú del día en el bar de Manolo, donde tantas veces había ido con su marido antes de enviudar y que ahora regentaba el hijo. Y luego volvían a casa a ver alguna película española de esas en blanco y negro que tanto gustaban a la abuela y que daban en algún canal raro de la tele.
—¿Te aburres, hija? —preguntaba a la nieta mirando la cara adormilada de la joven—. No me extraña, es un bodorrio de película.
Apenas podía disimular la risa que le provocaban ciertas expresiones de su abuela. De todas las cosas que definían a la anciana, aquel uso creativo del lenguaje era lo que más le gustaba de ella. Al principio la corregía, sobre todo cuando era más niña y le molestaba ver los codazos de burla que se daban sus amigas entre sí al escuchar a la mujer. Pero después de tratar en vano de que enmendara sus errores, la joven desistió y se limitó a apuntar en la libreta de su mente todo aquel catálogo de barbaridades que tan bien definían a la mujer y que despertaban el inmenso amor que sentía por su abuela.
—Mía culpa —seguía diciendo la anciana—, solo a mí se me ocurre ponerte estos tostones. Anda, apaga la tele y ayúdame a levantarme. Tengo las verticales fatal hoy, no sé ni cómo me mantengo en pie. Creo que voy a tomarme un calmante y a echarme un ratito, a ver si surge efecto rápido y me puedo dormir.
La nieta acompañaba a la abuela hasta la habitación y la ayudaba a tumbarse. «Si necesitas algo, abu, dímelo. Estoy en el salón leyendo un ratito», se despedía entrecerrando levemente la puerta del dormitorio. Fuera, en la calle, el bullicio de la gente paseando se mezclaba con el ruido del tráfico. En la casa solo se escuchaba el reloj de pared del comedor y los recuerdos dando vueltas en la cabeza de la joven, mientras empaquetaba con tristeza las pertenencias de su abuela.
¡Que nos duren muchos, muchísimos años las abuelas! Porque solo a ellas se les puede perdonar decir expresiones como las leídas arriba. Se trata de malapropismos, un gazapo genial que consiste en sustituir una palabra por otra con un sonido parecido, aunque su significado es diferente. Verticales por cervicales, mía culpa por mea culpa, surgir efecto por surtir efecto o bodorrio por bodrio.
El término es la castellanización del vocablo inglés malapropism, que hace referencia a Mrs. Malaprop, un personaje teatral de la comedia The Rivals, de Richard Brinsley Sheridan (1775), que cometía este tipo de errores con intencionalidad cómica.
No creo que las abuelas ni quienes caen en estas confusiones tengan la intención de ser graciosos, pero lo cierto es que nos hacen sonreír. La colección de malapropismos es extensa y no deja de crecer. Ya son clásicos los cardos malayos para describir a quienes son tan desagradables como los callos malayos; los chalets adobados o endosados; quienes se alicatan para salir en lugar de acicalarse y los que odian con todas sus fuerzas el color furcia, que no fucsia. Es o no es para quererlos…
No sabía que se llamaba así, es una práctica habitual en nuestra casa, a la lista de de estos palabros vamos sumando las ocurrencias de los mayores y los neologismos de niños pequeños.
Albonguina por albóndiga, o Muesli por lemur.
En nuestra casa es indispensable o inverosímil cómo hablemos siempre que la comunicación sea fluida. No nos sube la almendrina por estas cosas.
Lo malo de esta práctica es que, a veces, los de fuera flipan y no entienden nada., sobre todo los cirílicos (celíacos)