Este día de verano de 2018 mira atrás buscando otro día del estío de 2007. Por el agujero del tiempo ve a una cantante con jazmines en el pelo y a una periodista con rosas en la cara. Elena Pita toca a la puerta de María Dolores Pradera (1924-2018). Abre la actriz airosa dejando a su paso aromas de mistura.
«No ha perdido la transparencia de su piel, ni sus movimientos coquetos, ni un ápice de su voz», advierte la escritora. A la estrella de las coplas, los boleros, las rancheras y todo lo que se deje cantar siempre le alaban la piel.
—Dicen que heredé el cutis de mi madre. Hubiese preferido heredar la finca, pero no tenía.
Muestra en lo alto de su cabeza un recogido impecable, impoluto, como siempre. «Yo nunca me despeino, solo me desmeleno por dentro. Lo heredé de mi madre», suele decir.
Estos cabellos que tantos años fueron rubios y estos ojos de agua marina la hicieron llamativa desde que, muy pequeña, echaba a cantar y actuar delante de sus vecinos:
—Yo creo que no era muy guapa. Era una chica especial, rubia, con aspecto nórdico. Entonces había muy pocas rubias, y yo, claro, quería ser morena y con ojos negros, como la mujer del billete de Julio Romero de Torres —comenta a la periodista.
La estancia está en penumbra. Las persianas medio bajadas no dejan pasar a un sol insolente. Hablan ante dos tazas de café y la periodista siente que este momento tiene algo de irreal y mucho de realismo mágico.
«La gran dama de la canción», como muchos recursis la llaman, avisa a la escritora de que no están solas en el salón. Ahora mismo podrían ser una multitud invisible. Hace días que, por las noches, la visitan almas de otros mundos y eso la inquieta ahora que, con 82 años y jazmines matizando su hermosura, se siente «muy mayor», «seriamente mayor», «la edad que sucede cuando llegas a esto del precipicio».
Fuentes:
Maria Dolores Pradera. Texto de Elena Pita en El Mundo (agosto de 2007).
Entrevista de Iñaki Gabilondo a Pradera en la Cadena Ser.