Cómo la música que escuchas influye en lo que comes (y cómo lo comes)

16 de diciembre de 2019
16 de diciembre de 2019
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Marketing auditivo

Hay muchos estudios que analizan el impacto de la música ambiental en la conducta de las personas, pero existe todo un segmento específico para determinar hasta qué punto el tipo de música nos empuja a comer unas cosas u otras, a experimentar sabores más o menos suculentos o incluso a hacerlo a más o menos velocidad.

Esto se ha analizado en productos como el vino, pero también en toda clase de alimentos. Por eso cadenas de restaurantes como Hard Rock Cafe o Chipotle, entre otras, se basan en tales estudios para condicionar a sus clientes, como si los restaurantes fueran cajas de Skinner.

Y esto viene de largo: la corporación Muzak empezó a comercializar bandas sonoras para tiendas y ambientes de trabajo en 1928, cuando el general de los Estados Unidos George Squire, fundador de la compañía, descubrió cómo transmitir música a través de la línea telefónica.

LA MAGIA DE LOS ESCAPARATES

El autor de El Mago de Oz, Frank L. Baum, como si fuera el mismo Oz, estaba fascinado con el simulacro y el artificio, con los efectos especiales, con la puesta en escena, con el espectáculo. Por eso, en 1890, empezó a aplicar técnicas de iluminación y de presentación de la mercancía a fin de que el consumidor se viera hipnotizado por ella. A partir de 1928, la corporación Muzak añadió otro componente persuasivo en las tiendas: el hilo musical.

A día de hoy, Muzak ya ofrece 16 canales musicales diferentes, e incluso compone bandas sonoras exclusivas para tiendas, como lo hace AEI Music Network para marcas como Gap o Banana Republic. Porque el hilo musical, como la flauta de Hamelín, facilita que la gente compre más, sí, pero todo depende de los productos mercables, que parecen estar asociados íntimamente por la magia de notas musicales muy específicas.

Muzak también tiene una amplia experiencia a la hora de determinar cómo la música influye en el consumo de otro producto: la comida. Según Douglas Rushkoff en su libro Coerción:

Las ventas de ultramarinos aumentan un 35 por ciento si los establecimientos emiten la música Muzak a ritmo más lento. Los restaurantes de comida rápida utilizan música Muzak con una cadencia mucho más rápida para incrementar la velocidad a la que los clientes mastican.

Las franquicias de restaurantes incluso diseñan sus propias bandas sonoras en función del espíritu que quieren transmitir. Por ejemplo, la música de la cadena Red Lobster combina rock, música tropical contemporánea y reggae para crear una «firma de sonido» exclusiva.

Los efectos del hilo musical en el consumidor están tan asumidos que ya no se discuten ni siquiera si tienen efectos o no, sino qué efectos se deben potenciar para mejorar las ventas.

MÚSICA Y COMIDA

Si la música suena tan alta en algunas tiendas de ropa es porque, de este modo, la tienda semeja más una discoteca. Un sitio donde vamos a divertirnos. Un lugar que nos recuerda cómo luciremos nuestros trapitos cuando acudamos, por ejemplo, a una discoteca o un bar de copas.

También hay otra razón: la música alta erosiona nuestro autocontrol. Es decir, compramos de forma más compulsiva cuando tenemos una banda sonora atronando en los oídos. Según Kathleen Vohs, profesora de marketing de la Universidad de Minnesota, «la sobrecarga hace que la gente tome decisiones de un modo menos deliberado».

En lo tocante a la alimentación, las cosas son un poco más sutiles.

En un estudio ya clásico en el ámbito del marketing, se concluyó que el número de botellas vendidas de vino francés era 40 si sonaba música francesa en el establecimiento, y de 12 si sonaba música alemana. Por contrapartida, el número de botellas vendidas de vino alemán era de 8 si sonaba música francesa, pero de 22 si sonaba música alemana.

Obviamente, todo esto sucede a nivel inconsciente. Los clientes, al ser preguntados, incluso aseguraban que ya tenían previsto comprar esa botella de vino francés/alemán, y que, por supuesto, la música no había influido ni un ápice en su decisión.

A principios de los años 1990, la Universidad de Bournemouth también llevó a cabo un estudio para alterar la «etnicidad» percibida en una serie de platos italianos sin cambiar la oferta gastronómica. En este caso, además de la música, también se cambió la decoración. Si todo tendía a ser italiano, los comensales optaban por pedir más pasta y más postres italianos; esto también hizo que la gente valorara los platos de pasta como más sabrosos y auténticos, más «italianos».

En otro estudio más reciente, los comensales tendieron a escoger platos indios o malayos en función de si sonaba música de fondo de un país u otro. Los efectos fueron más marcados en los clientes que no tenían ninguna preferencia por una u otra clase de cocina.

JUSTIN BIEBER ES UNA MALA OPCIÓN

Para averiguar qué prefieren escuchar los comensales cuando están cenando, Charles Spence, autor del libro Gastrofísica, realizó un experimento en el Intermodal Research Laboratory con más de 600 consumidores.

Estos debían escoger entre 20 pistas musicales para escuchar en casa, después de que llegara la comida a domicilio. Había comida italiana, india, tailandesa, china y japonesa. La música abarcaba varios géneros. Según él mismo explica tras analizar qué música maridaba mejor con la comida italiana:

Nessun dorma, de Pavarotti, fue la más elegida para acompañar la comida italiana. En general, Feeling good, de Nina Simone y, One for my baby, de Frank Sinatra, siempre ocuparon los tres primeros puestos, con independencia de la clase de comida que evaluaran los participantes. Así que también serían buenas elecciones para quienes no posean una discoteca extensa. Pero la mayor sorpresa fue que Baby, de Justin Bieber, acabó más o menos en el último lugar.

MÚSICA CLÁSICA PARA PAGAR MÁS

En general, parece que la música clásica nos impulsa a ser más generosos a la hora de pagar que cualquier otro género musical, tal y como se concluyó en dos estudios diferentes.

En el primero, se constató que los clientes pagaban dos libras más por cabeza cuando sonaba música clásica de fondo en un restaurante que cuando sonaba música pop.

En el segundo, los clientes de una vinatería gastaban más también con música clásica que cuando sonaba la lista de éxitos de la semana.

Por supuesto, esto solo sucede con los restaurantes y establecimientos sofisticados o de alto copete. Si acudimos a un restaurante de fast food, los efectos serían diametralmente opuestos. Porque la música clásica, de promedio, transmite más fácilmente la noción de clase o categoría. También sucede que, por norma general, quienes se sienten atraídos por la música clásica también son clientes con mayor poder adquisitivo.

La música no solo puede influir en cómo percibimos el sabor de los alimentos, sino que, cuanto más nos guste la música, más nos gustará la comida. Con todo, no hemos de olvidar los condicionantes culturales: en Corea y Japón, por ejemplo, es más habitual comer en un restaurante silencioso, sin música ambiental, de modo que los estudios no tienen los mismos resultados.

Un ritmo más acelerado de la música también empuja a que se coma y beba más rápido, como sugería ya el ya clásico estudio de 1986 de R. E. Milliman realizado en 1.400 comensales. Ralentizar la música hace que se coma más lento, pero también que se gaste más en comida y bebida. Sin embargo, si hay demasiada cola en el bar, la música rápida será más eficaz, porque los comensales acabarán antes y, finalmente, se aumentarán más los beneficios.

Así se mezclan y vinculan las notas musicales con nuestra experiencia gastronómica: como un rompecabezas que ahora los científicos están desentrañando hasta tal punto que hasta se atreven a recomendar canciones específicas para comida específica: para comer algo agrio (Horisont, de Nils Okland); para comida dulce (las pistas 6/7 del Tubular Bells, de Mike Oldfield), para realzar la intensidad de un vino tinto (Carmina Burana, de Carl Orff).

Habrá, pues, que programar Spotify tal y como lo hacemos con cualquier otro ingrediente de nuestra cocina mientras nos sentimos, en efecto, como ratas en una caja de Skinner.

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