Las vidas paralelas del mago Méliès (el señor del ojo) y el flatulista Pujol (el amo del culo)

La maravilla es eso que nos despierta una emoción profunda. En eso todos podemos ponernos de acuerdo, pero en lo que quizá haya más disparidad de opiniones es en qué consiste esa afirmación.

También podemos pensar que maravilla es todo lo que nos arranca de la mediocridad de la vida diaria para permitirnos, normalmente durante un único momento difícil de repetir, creer que el mundo, en realidad, es un lugar que nos oculta mucho más de lo que se nos muestra a simple vista. Que puede que haya un substrato donde lo imposible sea verosímil, y donde no tengamos que conformarnos con las limitadas expectativas que habitualmente nos sofocan.

Si aceptamos esa definición, entonces tendremos que convenir que, en el filo del tránsito del siglo XIX al XX, hubo dos genios que la representaron a la perfección. Pero lo cierto es que solo uno de ellos, más de un siglo después, es reconocido como verdadera maravilla; el otro, cuando es recordado, ha quedado como una simple excentricidad, un chascarrillo que contar para animar las charlas culturetas y echarnos unas risas. Y puede que, al menos en uno de los casos, estemos cometiendo una injusticia.

En 1900, había dos hombres que levantaban carcajadas y ooooooohs admirativos desde los patios de butacas. Ninguno de los dos, probablemente, pensó en su juventud que llegarían a ser estrellas admiradas en los escenarios.

El primero de ellos, Georges Méliès, había pagado durante un tiempo el tributo de ser hijo de un importante empresario del calzado, y se había arrastrado por la fábrica familiar cuando, en realidad, lo único que quería era remedar lo que había visto hacer en el londinense Egyptian Hall al famoso mago John Nevil Maskelyne.

El otro, Joseph Pujol, cuando se bañaba de adolescente había pasado por una experiencia que le había asustado: al lanzarse a bucear en el sur de Francia, sintió una oleada de frío que le ascendió desde su parte inferior por el interior de su cuerpo. Cuando se le pasó el susto, comprendió que, debido a alguna extraña malformación interna, era capaz de inhalar todo tipo de fluidos, incluidos por supuesto el agua y el aire.

Curioso, aprendió a ejercitar el esfínter y los músculos internos para luego liberar ese aire produciendo sonidos y efectos, y eso le convirtió en un personaje muy popular durante el servicio militar.

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Georges Méliès en ‘El hombre de la cabeza de goma’ (1902)

A finales de la década de 1880, ambos decidieron romper con la rutina de sus vidas. Méliès abandonó el negocio familiar y pidió a su padre que le adelantara su parte de la herencia. Con el dinero, compró el teatro que había pertenecido a Jean Eugène Robert-Houdin, el padre de la magia moderna, y allí dio rienda suelta a todo tipo de espectáculos de magia, en los que participaba él mismo, y para los que construía innumerables mecanismos capaces de crear las ilusiones más abracabradantes.

Pujol, por su parte, había decidido que su habilidad única tenía más potencial que el mero entretenimiento cuando se reunía con sus camaradas, y así decidió lanzarse a recorrer los pueblos de Francia mostrando su espectáculo. Finalmente, en 1892, realizó una audición para el Moulin Rouge, la catedral del entretenimiento popular en París, que Sam Kean describe así en El último aliento de César (Ariel):

«La entrevista de trabajo consistió en bajarse los pantalones, limpiar su instrumento absorbiendo un poco de agua (solía administrarse cinco enemas al día), y regalar al propietario con una serenata. Boquiabierto, el dueño lo contrató de inmediato».

Georges Méliès y Joseph Pujol (Wikimedia Commons)

Durante la década de 1890, ambos pertenecieron al selecto grupo que cada noche hacía real lo imposible en la noche parisina. Si tuviéramos una máquina del tiempo, puede que pocos planes pudieran superar al de pasar una velada en la capital francesa e ir a ver a Loïe Fuller  y su espectáculo de danza y luz en el Folies Bergère; a Joseph Pujol, ya conocido por su nombre artístico, Le Pétomane (El Petómano) en el Moulin Rouge; y acabar con la magia de Méliès en el Teatro Robert-Houdin.

Comparadlo con cualquier plan que podáis montar hoy y, simplemente, llorad.

No tenemos la constancia, pero es evidente que Méliès tuvo que ver el espectáculo de Pujol, y viceversa. Seguro que luego coincidían en fiestas y veladas, compartiendo risas, puros y desinhibiciones varias con Ravel, Matisse o Renoir, siempre ávidos de novedades, o con un joven Sigmund Freud que, al parecer, llegó a tener una foto de Pujol en su despacho. Lo que esto le pudiera inspirar para sus meditaciones sobre la simbología anal en su obra, lo dejamos a las finas asociaciones del lector.

Los espectáculos de ambos, mientras tanto, no dejaban de crecer. Méliès, tras asistir a una de las demostraciones de los hermanos Lumière en el bulevar de las Capuchinas, se había construido su propia cámara de cine y había comenzado a incorporar trucos filmados en sus espectáculos.

El flatulista Pujol, que para entonces ya se había convertido en el artista mejor pagado de Francia, con un caché de hasta 20.000 francos por actuación (el doble que la divina Sarah Bernhardt), había logrado un grado tal de refinamiento en su espectáculo que llegaba a imitar el sonido de animales (entre ellos, el lamento de un perro al que una puerta hubiera atrapado la cola), a tocar la flauta al revés o a hacer anillos de humo con un cigarrillo sujeto a un tubo insertado en el ano, mientras los hacía también con la boca.

El clímax llegaba con una sentida interpretación de La Marsellesa (con una reacción emocional entre el público similar a la que conseguiría unos años después con ese mismo himno Isadora Duncan) y el apagado de una vela situada a un metro de distancia.

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Con el cambio de siglo hubo una cierta disparidad en el camino de nuestros creadores de maravilla. A lo largo de la década de 1900, Méliès expandió los límites del arte cinematográfico hasta cotas inimaginables, firmando obras maestras como sus Viaje a la Luna (1902) o Viaje a través de lo imposible (1904) donde, gracias a los trucajes, lograba verdaderos prodigios, y el nuevo arte prácticamente absorbió todo su tiempo y esfuerzos como mago.

Pujol, por su parte, sufrió un traspiés cuando actuó en un mercado para ayudar a atraer clientela para un amigo, lo que supuso su despido fulminante del Moulin Rouge por incumplimiento de contrato. Sin embargo, logró montar su propio club y continuar con sus actuaciones.

Sin embargo, 1914 marcó el principio del fin de la maravilla para ambos. La Gran Guerra trajo una lluvia de muerte y desgracia, y repentinamente dejaron de ser simpáticas las ocurrencias de los dos creadores.

La dureza del conflicto hizo que los gustos del público cambiaran: las fantasías de Méliès parecían, más que nunca, lujos absurdos cuando la muerte iba visitando uno a uno los hogares de los franceses. De la misma forma, la irrupción de la guerra química en Ypres en 1915, con sus devastadores efectos, hizo que cualquier juego con los gases perdiera toda la gracia, y el público abandonó a Pujol para nunca volver.

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Arruinados, ambos buscaron oficios de supervivencia. Méliès regentó durante años un puesto de juguetes en la estación de Montparnasse. Pujol, por su parte, abrió una panadería donde consiguió cierta fama por la calidad de sus magdalenas. Poco antes de su muerte en 1938, Méliès fue rescatado del olvido por una nueva generación de cineastas. Pujol, sin embargo, murió en 1945 sin retornar a los escenarios. No todas las maravillas tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.

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