Miedo colectivo: Cinco momentos recientes y cómo salimos adelante

El pánico colectivo es un mal maestro; nos lleva a olvidar cómo nos enfrentamos al miedo en el pasado
miedo colectivo

Los que pasamos de los 50 hemos conocido decenas de momentos de miedo colectivo. De alguna manera, hemos sobrevivido a tantos fines del mundo que no los recordamos. Algunos de estos apocalipsis, tan tontos como el anunciado por un presentador de una cadena privada de televisión al cierre de las noticias:

—Una vidente italiana ha anunciado el fin del mundo para el martes a las seis de la tarde. Si no ocurre, estaremos aquí para contarles las noticias.

Aquella trivialidad creó pánico en personas mayores, crédulos y supersticiosos.

—Pili, ¿será verdad? —dijo una vecina a mi madre, el martes, poco antes de las seis— Lo ha dicho la tele.

Un helicóptero sobrevoló el barrio remarcando la frase de la vecina. (El cine nos ha enseñado que cerca del fin del mundo suena un helicóptero sobre las cabezas de los protagonistas). Aparte del helicóptero, aquella tarde fue como todas. Antes y después, otros miedos colectivos estuvieron basados en momentos históricos que contribuyeron a transformar el mundo.

EL PRIMER MIEDO COLECTIVO

Mis padres tenían un bar. La cocina era el puente entre el bar y la salita familiar donde yo hacía los deberes y veía la tele con mi hermano.

Una tarde cualquiera, de repente, los clientes callaron. La radio sonaba demasiado alta. Un locutor hablaba. Me asomé al bar. No recuerdo qué hizo mi hermano pequeño. Mi madre, mi padre y los clientes estaban atentos a la radio.

—¿Qué pasa? —pregunté a mi madre.

—Unos guardias civiles han entrado en el Parlamento.

No recuerdo si los clientes se marcharon pronto a sus casas, pero recuerdo esta frase horas después:

—El de la Jacinta se ha ido al monte —dijo mi madre .

—¿A qué monte, mamá? —dije yo.

No hay montes en la periferia de Sevilla.

—Se ha escondido —dijo mi padre—. Estuvo en la guerra. Es comunista.

Los comunistas ponían música en su local. Era todo lo que sabía de ellos como alumno de quinto de EGB.

Aquella noche no salió la carta de ajuste en televisión. La Primera puso películas. Mis padres permitieron que mi hermano y yo nos quedáramos con ellos en la salita.

Tengo dos recuerdos de la televisión. Bob Hope con un mapa de tesoro pirata tatuado en el pecho, aguantando la respiración en el fondo de una piscina. La Masa atravesando un campo de fútbol americano empujando a jugadores a manotazos.

Una película detrás de otra. Sin anuncios.

En medio salió el rey Juan Carlos vestido de militar con todas sus medallas. No recuerdo qué dijo. Yo esperaba ver más películas.

—Bueno, después de esto se ha acabado todo —dijo mi padre.

—A la cama —dijo mi madre.

Al día siguiente, los compañeros de clase hablamos de las películas camino al aula. (¿Fuimos por propia voluntad?). Recordamos al hombre verde empujando a los jugadores de rugby. Mis compañeros comentaron otras películas que no vi. ¿Por qué me fui a dormir?

—A ver si pasa algo así otra vez, —dijo un amigo, el más espabilado— pero que no pase nada… para que pongan películas toda la noche.

Me pareció una buena idea.

De aquella mañana recuerdo que no dimos clases. Los maestros mandaron deberes interminables y escucharon la radio. Más tarde, los profesores salieron al pasillo.

El miedo de los adultos desapareció. El de la Jacinta volvió al barrio.

LUCES BLANCAS SOBRE EL CIELO VERDE DE BAGDAD

En la CNN, luces blancas sobre un cielo verde. Luces que estallaban como fuegos artificiales, pero no subiendo, cayendo. Eran las bombas de los Estados Unidos en el cielo de Bagdad.

Esperábamos el momento. Durante meses, los periódicos y las televisiones nos habían advertido de la guerra. Pero saber que te estamparás contra el suelo no suaviza el golpe.

La primera guerra emitida en directo. Sin muertos ni sangre en el plano general. Luces blancas sobre un cielo verde. En apariencia, una guerra aséptica. Y sin embargo, encogía el corazón.

Al día siguiente, en el taller de radio del INEM, buenos días entre bostezos y miedo mal disimulado. Ni los profesores ni los alumnos (era uno de ellos) comentamos las luces blancas.

Un alumno que venía de un pueblo trajo un ramo de rosas.

—Una flor para otra flor —decía dando una rosa a cada alumna.

Hicimos nuestros programas de radio de mentirijillas con menos chispa de la habitual. El mundo seguía girando, pero quizá no tanto.

Más tarde, el alumno de las rosas me contó que estaba asustado, pero no quería que los demás lo estuvieran.

—Espero que los rusos no entren —dijo.

—Espero que no. Que no se líe más.

La guerra continuó. El miedo colectivo se diluyó cuando la URSS se derrumbó. Nos acostumbramos a esta y otras guerras en Oriente Próximo.

DOS TORRES EN LLAMAS

—¡Corred, mirad, mirad! —dije a mis padres.

Más tarde supe que fue un grito común en muchas casas. Mi padre se alejó de la barra del bar, cruzó la cocina y llegó a la salita. Mi madre no abandonó la cocina. Era la hora de comer. La hora de mayor clientela. Y las cadenas emitían cómo dos rascacielos gemelos ardían.

—Dos aviones han chocado con rascacielos de Nueva York.

—¿Dos aviones? —dijo mi padre.

—Sí, parece raro, pero sí. Y se está tirando gente.

En ese momento, una persona se lanzó desde uno de los últimos pisos… Aparté la mirada.

—¿Esto está pasando? —dice mi padre.

Entiendo la desconfianza de mi padre. Eran tiempos de programas de inocentadas y noticias teatralizadas. (Como la de aquella actriz que fingió una caída terrible en un conocido programa de noche).

—Sí, está pasando. Lo están dando todas las cadenas.

—Voy a ponerlo en el bar.

Poco después, la organización terrorista Al Qaeda reclamó el atentado. La sorpresa y la indignación estaban en nuestros corazones, pero no el miedo. Muchos pensaban:

«Estas cosas les pasan a los americanos».

EL TREN DEL HORROR

Fui al centro de Sevilla a comprar ropa poco antes de que abrieran las tiendas. Al llegar a Plaza Nueva, vi a cientos de personas en silencio frente al Ayuntamiento. No tenían pancartas ni gritaban.

Aunque es temprano, me parece inusual que la tienda de ropa esté vacía. Una dependienta apoyada en el mostrador escucha una pequeña radio. No ha reparado en mi presencia.

—Hola, ¿está pasando algo? —pregunté con temor a parecer un bicho raro.

—Han puesto una bomba en un tren en Madrid —dijo con una sonrisa congelada en desconcierto.

—¡Una bomba!

—Dicen que ha sido ETA.

Más tarde sabremos que Al Qaeda fue la responsable de la masacre de Atocha.

—¿Cómo pueden pasar estas cosas aquí? —me dijo una amiga.

No supe qué responderle.

El atentado de Atocha nos dolió y sobrecogió. El miedo colectivo no era abstracto. No eran palabras en la radio ni luces blancas en televisión. No era una cosa que les pasaba a los americanos. Estaba con nosotros.

El miedo metió a muchos en un túnel.

—Se subió al autobús un moro con una mochila y me bajé del miedo —me dijo un amigo.

Un túnel con una salida al final, pero falsos caminos a los lados como la ira y el racismo.

Muchos aprendimos a convivir con el pánico a un próximo atentado hasta que nos acostumbramos a la vida normal.

EL HOMBRE NARANJA

Ganó Trump mientras era de noche en Europa. Medio mundo se fue con miedo a la cama y despertó asustado.

Aquel hombre de color naranja tendría un maletín con el poder de lanzar misiles nucleares. Cuatro minutos menos para la cuenta atrás.

«No sabemos por dónde saldrá Trump», decían sus compañeros del Partido Republicano. Los periódicos hablaron de militares de alta graduación que dimitieron para no ser cómplices de un genocida.

Cuatro minutos: el tiempo que hay entre pulsar el botón rojo y la salida de los misiles termonucleares de los silos. Lo leímos en los periódicos. Igual que leímos que había crecido en internet la búsqueda de refugio nuclear. Pocas veces el miedo colectivo ha sido alimentado simplemente por un hombre.

—No quiero leer nada sobre Trump —me dijo un amigo—. Nada. Quiero vivir tranquilo hasta que pase lo que tenga que pasar.

Pasaron los meses. El miedo se diluyó. Nos acostumbramos a Trump. Muchos hemos llegado a pensar que si tenemos que saltar por los aires, será rápido.

EL PUTO VIRUS

—Mamá, mañana no salgáis de casa, por favor —dije por teléfono.

Era viernes por la noche. 24 horas después, el Gobierno ordenó el confinamiento de los españoles para detener la expansión del coronavirus.

Tres días atrás, abracé y besé a mis padres, como hacía cada vez que los visitaba, aunque vivieran a diez minutos.

—Ahora no se puede dar abrazos ni besos —me dijo mi madre medio en broma, medio en serio.

Desde aquel día no he vuelto a ver a mis padres salvo por videoconferencia con mis hermanos y sobrinos. Years and Years, pensé durante la primera comunicación con cinco pantallas.

—A ver si acaba el cuerno virus para ver a los nietos —dijo mi padre ayer.

Mis besos y abrazos fueron fruto de una inconsciencia compartida con muchos, como muchos, lo cual no es un consuelo.

No hemos entendido la teoría del caos. La mariposa que bate las alas y provoca un huracán en la otra parte del mundo es una figura poética. La formulación de la teoría debiera ser esta: un virus se introduce en una persona en una parte del mundo y 90 días después ha contagiado a un millón de personas en todo el planeta.

Y porque no quisimos entender, estamos viviendo una distopía de enclaustramiento ante un enemigo invisible que provoca infección y muerte. Una distopía que llevamos con más hartazgo que miedo. Más incertidumbre que dolor. Una distopía que los creadores de odio quieren aprovechar para encaramarse al poder. A pesar de todo, un estado mental global se está instalando. Este estado mental resalta qué elementos positivos estamos sacando de la tragedia.

La contaminación ha disminuido. 

Muchas personas han aprendido a valorar la sanidad pública y el esfuerzo de sus trabajadores.

Los hombres y mujeres de ciencia están recibiendo mayor atención que las estrellas deportivas.

Muchos han aprendido a respetar a personas a las que antes miraban por encima del hombro. Las cajeras y las limpiadoras son tan importantes como los cirujanos y los bomberos.

A fuerza de verse en los balcones, muchas personas han conocido a sus vecinos, y no se sienten solos.

Una generación de padres y madres hiperocupados se han visto obligados a conocer mejor a sus parejas e hijos. Pocas veces antes los críos han recibido tanta atención por parte de sus progenitores.

Por todo lo anterior, cada vez somos más los que decimos: ojalá que esto acabe pronto para volver a la normalidad, pero otra normalidad. Esa otra normalidad nos podría llevar juntos a futuro mejor.

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