— Esa flaca venía a comprar drogas con la guita de un plan social.
— Comisario, ¿lo va a mencionar en la entrevista?
— Te lo tiro como dato para que vos lo digas. Si te parece.
El comisario, en off, me da el dato gancho. La información escandalosa. La supuesta ayuda del gobierno nacional dilapidada en un par de gramos de cocaína. La flaca está esposada, cabeza gacha, tapada con un abrigo, sentada sobre el piso de tierra en el fondo de un baldío. Estamos en el noroeste de Rosario, a metros de un búnker, una habitación con doble pared de ladrillos a la que solo se accede por una puerta pequeña que se cierra con un candado desde afuera.
El administrador del kiosquito encierra al vendedor/esclavo. Hasta hace algunos minutos adentro estaba el soldadito/esclavo, un pibe menor de edad que vende falopa a través de un hueco por donde solo pasa una mano, la mano que entrega la droga, la mano que recibe el dinero. El pibe también está detenido. La entrevista está por comenzar.
La figurita repetida de la sociedad linchada, que está dispuesta a linchar, ya no nos asombra. El dato curioso no es ni siquiera contextual, es infame. La sobreexposición de la miseria sobre la miseria misma es violenta. La sugerencia de la información fuera de aire de un personal de la fuerza de seguridad provincial es indigna. Comunicar o no comunicar, esa es la cuestión.
La materialización de la muerte, como crimen repetido, transforma a los cronistas en una especie de funebreros de anticipo: todas las mañanas nos esperan varios muertos por narrar. ¿Cuántos son? ¿Cuáles son las causas? Las estadísticas que se discuten en los estrados políticos son índices alejados de la muerte. Son estadísticas epidémicas que no se sienten. No vibran con el compás de la desesperación.
Los medios internacionales informan: «En la tierra de Messi, el promedio de asesinatos es de 21 cada 100 mil habitantes». Y comparan a Rosario con San Pablo, con la Medellín de los 80, con los sicarios que aprenden a ser ciudadanos con su arma en la cintura. Mientras, el rol social de la prensa vernácula —como el de los médicos, los curas o los maestros— se ha ido apagando. Los periodistas ya no somos los garantes de los necesitados que exponíamos los reclamos, los dolores, las ausencias. Somos amenaza, buchones y delatores. Los vecinos toman distancia, desconfían de nosotros y cada vez cuesta más poner la cara. Una nueva versión del «no te metás» ante una eventual represalia de un monstruo poderoso y con redes en los Poderes.
La sociedad se complejizó. La ausencia de respuestas concretas por parte del Poder Judicial; la debilidad de las políticas sociales como contención social o como apuesta al futuro; la carencia de valores o de modelos a imitar que el neoliberalismo asfixió como un verdugo lento y tortuoso; las manchas de la institución policial en distintos casos de corrupción; y la caída en picado de la infraestructura penal donde los presos sobran en las comisarías y en las cárceles son un cóctel implosivo que se exterioriza con la peor cara social: la venganza.
Las redes sociales funcionan como espasmos. Reacciones involuntarias/voluntarias movidas por un acto reflejo detestable: cualquiera puede decir cualquier cosa. Redactar la palabra linchar en Twitter es una experiencia fantasmagórica. Revancha, golpes, asco, degradación humana. Los crímenes a sangre fría, las balaceras masivas a cualquier hora, las amenazas a políticos o funcionarios judiciales son tan comunes que —como los muertos de todos los días— los naturalizamos. Y ante la nueva modalidad del linchamiento de los linchados, desde los medios hablamos con una liviandad etérea. Las redes arden. Nosotros, desde los medios, también. Es la banalización de la palabra transformada en acto y viceversa.
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Pasaron algunos minutos de las doce del mediodía. La nota es una repetición de datos calcados. Cantidad de gramos secuestrados, armas, edades de los detenidos, características del procedimiento policial. Estamos en vivo. ¡Aire! Narro sobre la marcha un relato poco original, un procedimiento más de los tantos en donde los detenidos son perejiles, cuatro de copas marginales que venden y que compran la migaja, una droga que se amontona de a millones en los rincones de Rosario. Sobre el envión del relato tomo una decisión: obviar el dato en off que el comisario me brindó antes de comenzar la entrevista.
Silencio. No cuento. No menciono nada sobre la supuesta mujer que acababa de cobrar el plan social para comprar un par de gramos de merca. Pienso, en vivo y en directo, que ese dato no aporta nada, que es una manera de estigmatizar la pobreza, que es una información innecesaria y amarilla y que, además, aunque quisiera brindarla, no poseo las herramientas para verificar el dato sensacionalista. ¿Cómo sé que el recibo del plan social pertenece a esa mujer de cabeza tapada? ¿Si no tengo la identidad de la detenida, cómo puedo verificar que ese recibo le pertenece? Y si le perteneciera, ¿es una información que aporta? La flaca que está en el piso no tiene siquiera un nombre, solo un recibo de cobro de un plan social en su bolsillo que el comisario afirma en off que le pertenece.
La nota se termina como terminan siempre, antes de los tres minutos de aire. Seguimos desde estudios y blablabla mientras los mirones del barrio se acercan para corroborar lo evidente: ahí se vendía droga. Y se volverá a vender.
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Operativos antidroga. Así se autodenominan. Así se repiten en la narrativa televisiva. Mientras los muertos se amontonan, las noticias se repiten. Fin de la jornada, cierre del día. Al llegar al canal, una vez finalizado el noticiero, una colega me pregunta:
— ¿Sabías que una de las detenidas fue a comprar droga con el dinero que cobró de su plan social?
— El dato me lo dio el comisario off the record, él no quiso decirlo al aire.
— Tiraste la nota abajo, la televisión es show.
Los productores y cronistas de televisión sabemos que el impacto siempre genera atención. Que la tele es una máquina de electroshock, un electrodoméstico de manipulación, un llamador de atención que compite entre cientos de canales que se disputan a un público que siempre está haciendo otra cosa: cocinando milanesas, divorciándose, cambiando pañales, enviando mensajes de texto o tuiteando. Y los cronistas andamos buscando resortes narrativos que sustenten la misma nota de todos los días combinando imágenes y sonidos. También debemos entretener.
¿Pero tenemos límites? El silencio, el dato no dicho, las palabras no pronunciadas pueden ser un salvavidas, un ancla, una brújula para salvarnos ante tanta saturación innecesaria de golpes bajos. Estoy por cumplir 40; ya fui y ya volví. Hicimos show y escándalo, hablamos mucho y nos silenciamos. No cuenten conmigo para linchar el periodismo que nos queda. ¿Debemos entretener para no aburrir? Entre el entretenimiento y el escándalo hay un abismo.
— No, señorita, la tele no es solo show. Si quiere show, vaya a bailar.
Esa fue la respuesta que jamás di.
Genial Juan. Leí la nota completa. Me encantó el estilo. La primera vez que leo algo contado de manera distinta. Es un golpe de aire fresco. Muy interesante