José Saramago escuchaba a Beethoven en su estudio y volaba. Levantaba los brazos y se imaginaba dirigiendo una orquesta. «Era magnífico verlo oír música», contó la traductora y viuda del maestro. No es una imagen rara: un escritor transportado por una melodía, reproduciéndola en bucle, tratando de soplar en el pentagrama para averiguar qué se esconde debajo… Muchos autores han recurrido a la música para despertar el estado de ánimo que pudiera guiarlos en la búsqueda de mundos imaginarios o para dar forma a sus historias.
El debate, como en todo lo que atañe a la creación, es eterno: ¿se escribe mejor con música o sin ella? Hay escritores que componían sus textos aspirando a la música; escritores, poetas, como Vicente Aleixandre, que reconocía la incapacidad de las palabras frente a las armonías: «La poesía es más pobre que la música porque tiene un peso, una ganga, imposible de eliminar». Para él, la lírica, al depender de las palabras, era esclava del concepto, mientras que la música se expresaba «con una generosidad innombrable».
La chispa: la música como vehículo para encontrar una historia
¿Qué aporta la música que tantos genios han acudido a ella? El escritor mexicano Juan Villoro dio una clave en una charla: «Es una manera de recuperar el tiempo perdido. Cuando escucho una canción no solo oigo la melodía, sino que revivo las escenas que he asociado con esa canción».
Entramos aquí en uno de los motivos que convierten a la música en una aliada de la literatura: su inmensa capacidad de evocación. Algunos escritores usan la música en la etapa de ideación de la historia y, sin embargo, prefieren el silencio al sentarse ante el teclado.
¿Cómo entender el mecanismo? Hay un lugar en nuestra mente, una habitación casi inaccesible donde flotan canciones, ritmos y armonías que llevan adheridos olores, temperaturas, tactos, voces, miedos. La música, durante toda nuestra historia, nos ayuda a guardar pasajes completos no simplificados ni mermados por la reconstrucción tramposa del relato que nos contamos a nosotros mismos con el paso de los años.
Usemos una metáfora: una canción es un cuenco que recoge una vivencia (o una mezcla de ellas); la recoge en su pura sensorialidad, sin orden, descompuesta en cientos de hebras que vamos a imaginar como limaduras de hierro. Ese cuenco no desaparece de nuestra mente. De pronto, un día, volvemos a oír la canción y su melodía actúa como un imán, erizando las limaduras, agitándolas, haciéndolas fluir.
No es una explicación científica sino una forma de visualizar lo que se despierta en nosotros. En una ocasión, dejando que YouTube reprodujera temas a su aire, comenzó a sonar Toda una vida de Antonio Machín. De pronto, olía a sal de pipa y a verano: siguiendo esa pista pude escribir un relato de infancia que no era real en los hechos, ni mucho menos, pero sí guardaba una fidelidad emocional con el pasado que la realidad en sí misma era incapaz de comunicar.
No es necesario ni siquiera que la canción te gustara en su momento o que tuviera un mínimo de calidad, simplemente sonó y atesoró un mar de información. Pero, quizás, resulte demasiado limitado hablar de canciones que escuchamos en el pasado.
Las músicas nuevas también pueden ayudar a crear nuevas imágenes que, inexplicablemente, sentimos conectadas a nuestra historia.
Habría que buscar una explicación a este fenómeno. Quizás Gabriel García Márquez nos aporte una pista: «Descubrí el milagro de que todo lo que suena es música: autos de las calles, claxon, vocería; todo». ¿Procesamos musicalmente incluso lo que no es música hasta el punto de que luego podemos encontrarlo en genios tan distantes como Schumann o en Camarón de la Isla?
Música para el proceso de escritura
Aquí llegamos al mayor punto de disputa: ¿debe escribirse con los auriculares puestos o es contraproducente? Muchos de los motivos que da cada autor se basan en la simple preferencia personal: cuestión de gustos y de costumbres. Pero hay razones de más peso.
Antonio Muñoz Molina escribe sumergido en música. Su obra maestra, Sefarad, está escrita al modo de una sinfonía. En ella se mencionan distintas obras que pasan a integrar la atmósfera del libro y el modo en que se desgranan los acontecimientos. En un punto de la novela introduce el tercer movimiento de la Tercera Sinfonía de Brahms. El episodio sucede en el territorio del III Reich. Todo el capítulo está bañado en esa cadencia.
Gabriel García Márquez citaba una frase de Debussy en la que decía que lo más difícil de tocar el piano es hacer olvidar que tiene martillos. Este es también el objetivo de toda obra literaria: ocultar los artesones y las herramientas que sirven para sostener la estructura.
Escuchar determinadas músicas mientras se va pergeñando el relato puede ayudar a fijar un ritmo fluido en la pluma. Ocurre con las bandas sonoras de Ennio Morricone, Hans Zimmer, Ludovico Einaudi, los conciertos de Chopin o adagios como el de Barber.
Por otro lado, las obras exclusivas para piano, con sus notas pulsadas y claramente distinguibles, permiten que las escenas nos goteen encima y nos suenen a cosa viva, fresca y presente: permite mirar a los personajes como si fuéramos espectadores muy cercanos. La cuerda frotada, en cambio, con su elasticidad, busca la lejanía y nos permite visualizar a los personajes en su propia introspección. A través de un fondo de violines y violonchelos es fácil ver cómo un personaje se entrega a la nostalgia o a la melancolía, o cómo rememora una tragedia que, de tan lejana, ya no le causa alarma, sino un dolor macerado y tranquilo. Son solo unos ejemplos.
Sin embargo, hay quienes consideran, como el bloguero y escritor Paul Pen, que la música puede engañarnos y hacernos pensar que nuestro texto tiene virtudes que, en realidad, no están presentes. A su favor hay una evidencia: unos párrafos leídos sobre un fondo musical suelen ser más sugerentes. El error, aquí, sería acabar delegando en la música efectos que las palabras deberían producir por sí mismas.
Otro riesgo: si siempre escuchas un mismo estilo al escribir, podrías acabar pariendo textos monótonos y que dependan siempre de un mismo estado de ánimo.
Stephen King escucha heavy metal con mucho volumen. García Márquez escribió Cien años de soledad con los Beatles sonando en su cabeza. Alrededor de Julio Cortázar flotaban melodías de jazz mientras levantaba el monumento de Rayuela. Por el contrario, otros como Charles Dickens o Thomas Mann necesitaban rodearse de un silencio sepulcral.
Como en otras tantas cosas no hay respuestas irrefutables. La historia ha demostrado que las obras maestras surgen tanto de la confluencia con la música como del más puro silencio.
Soy pianista y no consigo concentrarme en nada si hay música en el ambiente.
Sin embargo, también escribo, necesitada de un hilo conductor musical que, al igual que mis personajes, se convierte en obsesivo, recurrente y necesario. Esa música que relaciono con mi historia es lo que me guía y me indica el camino. Reconozco que las emociones se desatan. Luego hay que embridarlas, pero ya están a mi disposición.
Soy ilustrador, sin música no se trabajar. Utilizo siempre música adecuada al asunto sobre el que trabajo, y me ayuda a concentrarme y desarrollar mejor el tema. Una banda sonora me resulta imprescindible, es mi sistema y me funciona de maravilla.
Muy lindo texto. Todo un tema. Como se dice por allí en España: para gustos, los colores. He necesitado las dos situaciones para escribir, según el caso. Y eso es lo lindo de la músiica: te acompaña hasta en el silencio.