Desde que Wikileaks convirtió a medio mundo en inesperado voyeur de la trastienda política del otro medio, hay palabras que se han dado un baño de autoestima. Como los ‘cables’, por ejemplo, que antes eran cosas de la televisión o de los ‘eléctricos’, esos enigmáticos seres humanos inmunes al calambrazo, y que ahora son esos mensajes que hablan de las interioridades propias o ajenas con el lenguaje de las embajadas y oficinas consulares. El cablegate, o sea, el cotilleo a nivel mundial.
A quienes redactan esos cables les da igual si lo que cuelga en los patios traseros de los Estados, a diferencia de las comunidades de vecinos, son trapos muy sucios. Su misión es ser los ojos y los oídos de la patria en patria ajena. Y se esfuerzan por cumplir su cometido con la elegancia propia de las cancillerías.
Wikileaks hace lo propio. En su web la palabra reina a sus anchas, a despecho de cualquier imagen que nos distraiga de lo esencial. La consecuencia es que nos damos de bruces con una realidad contada a base de letras, y, acostumbrados como estamos a un mundo hiperpoblado de imágenes, sentimos la succión del vacío en el cogote (sí, como Neo en Matrix), y cuando recobramos la conciencia el mundo es el mismo, pero resulta que ya nada es igual (sí, como en la peli).
Por ejemplo, supongamos que en nuestro mundo no había elefantes. Pues bien, después de leer uno de esos cables, titulado Elephants and Biofuel don’t blend, nuestro horizonte se puebla de paquidermos. Y no parecen felices. Tal vez no era esa la misión del empleado de la embajada americana en Addis Abeba (Etiopía), pero su cable resume, codifica, etiqueta y difunde uno de los conflictos centrales de la cultura contemporánea: el que enfrenta en el seno de las políticas de desarrollo a los partidarios de la conservación y a los de la inversión económica.
Porque en el cuerno de Africa no todo es hambre; también está la voracidad. El insaciable apetito de los inversores en el (nuevo) ‘oro verde’: los biocombustibles.
La historia contada en el cable empieza con el (pen)último de aquellos exóticos emperadores de muchos países africanos: Haile Selassie. En 1970 creó una reserva para elefantes en Oromía, una de las nueve regiones etíopes. La zona es una de las capitales de la hambruna en el denominado Cuerno de África. Pero aquí hablamos de voracidad.
En 2007, una compañía alemano-israelí Flora EcoPower (actualmente transformada en Acazis AG) lograba el apoyo del gobierno etíope para destinar miles de hectáreas al cultivo de ricino destinado a la elaboración de biocombustible. Puede que esto fuese una inversión ‘limpia’, no sólo por su destino energético. Puede que la población acabara beneficiándose del impulso industrial, económico y comercial en la zona. Hasta puede que a los elefantes les guste comer ricino, si les dejan. Pero la cosa no acabó bien.
El caso es que el nuevo ‘flower power’ de Acazis AG se dio de narices con un problema financiero, que sumar a los (previsibles) problemas ambientales: al parecer las superficies destinadas al cultivo de ricino superaban las zonas previstas e invadían el hábitat de los últimos elefantes etíopes que el emperador Selassie había querido proteger.
Acazis AG es una compañía moderna. Mueven sus estrategias de comunicación con la precisión esperable: publican entrevistas imparciales tras pasar por maquillaje y manicura, intentando demostrar que el nuevo dios ha llegado: es la hora de la salvación para Etiopía. Sin embargo, sus empleados sobre el terreno seguían sin cobrar, las facturas sin pagar, etc. etc.
Dicen que los elefantes tienen una gran memoria. Es posible que alguno de ellos recuerde el nombre del viejo emperador que tanto inspiraba a Bob Marley. A los humanos, en cambio, nos basta con retener la regla nemotécnica que un empleado de la embajada convirtió en máxima: Elephants and biofuel don’t blend.