Si alguien posee la fórmula magistral —más física que matemática— para que la unión de variopintos cuerpos sea un éxito es, sin duda, Sami Benorman. Este parisino afincado en Barcelona ha perdido la cuenta de las fiestas liberales privadas que ha orquestado a lo largo de sus 50 años de existencia. «Podrían ser más de 500», intenta concretar meditabundo, como un cirujano al que le costara recordar la cifra exacta de operaciones que ha practicado.
Cuando a un niño le preguntan qué querrá ser de mayor, acostumbra a enumerar profesiones mitificadas como astronauta o futbolista. Difícilmente encontrarás a un renacuajo que aspire a ser jefe de recursos humanos u organizador de orgías. Benorman no fue una excepción y nunca barruntó que acabaría convirtiéndose en un impecable anfitrión de fiestas sexuales y aún menos que haría de su pasión su trabajo.
De pequeño, los profesores le regañaban arguyendo que era demasiado soñador. Esos sueños no se volvieron lúbricos hasta los 14 años, cuando sus padres alojaron en su casa a dos estudiantes inglesas procedentes de un programa de intercambio lingüístico, una de su edad y la otra de 16 años. La mayor era una pelirroja con gafas que decidió intercambiar algo más que conocimientos idiomáticos con Benorman. «Me gustó su picardía; la veía una mujer, no una cría. Yo hacía ver que sabía de qué iba la historia, pero no daba la talla», recuerda riendo.

La tórrida experiencia inoculó la semilla del deseo en el adolescente. Sin embargo, en plenos años 80, escasas eran las oportunidades para un chico de repetir la hazaña. Había degustado los placeres de la manzana prohibida y deambulaba por un páramo de árboles talados.
Para paladear de nuevo aquel turbador sabor, tuvo que esperar dos años y adentrarse en la oscuridad de un cine porno. «No es que fuera un maníaco ni nada por el estilo, pero sentía mucha curiosidad. Así que falsifiqué mi carnet de identidad, y recuerdo la mezcla de miedo y morbo que experimenté cuando entré. Fue fantástico. Las imágenes que se proyectaban en la pantalla eran muy impactantes para mí», rememora con un atisbo de nostalgia.
Ese día la realidad superó a la ficción. El temeroso Benorman no se había fijado en que a su lado había una pareja. Y fue más que consciente cuando la mujer, de unos 40 años, alargó su mano para introducirla en su pantalón. «Estaba asustado. Paralizado. Pensaba: «su marido está ahí. ¡Me va a matar!». Pero él únicamente le preguntó qué estaba haciendo, a lo que ella respondió con toda naturalidad: «estoy jugando con este chico»». Benorman salió confuso y excitado de la sala. «Creo que en ese momento algo hizo clic en mi cerebro».
Existía, ahí fuera, un maremagno de parejas que no apostaban su placer únicamente al dos, se expandían a la búsqueda de múltiplos o números primos y Benorman anhelaba escudriñarlo. Continuó acudiendo a aquel cine de los Campos Elíseos, en el que en algunas ocasiones se proyectaba en el patio de butacas un remake de la película que vivió en su primera visita. Encuentros furtivos, anónimos y apremiantes, que invitaban a fantasear con otros menos fragmentados, más dilatados, en los que el the end no apareciera tan abruptamente.
[pullquote]El sexo no es serio, el amor sí[/pullquote]
Esas elucubraciones se hicieron reales a los 19 años, cuando paseando por la plaza Etoile dio de bruces con un lujoso local de intercambio de parejas. Telefoneó al propietario que le convocó a una entrevista personal. «Me preguntó de todo, parecía un interrogatorio policial. Finalmente le convencí para que me dejara acudir una noche allí. La entrada era muy cara para mí: 150 euros. Yo era estudiante y había empezado a trabajar como violinista profesional, pero valía la pena hacer aquel gasto. Era el local más increíble de París y tuve la suerte de introducirme en el mundo liberal con lo mejor de lo mejor», recuerda.
El establecimiento había sido el nido de amor de Jean Cocteau y Jean Marais, y contaba con lujosos palcos aterciopelados y un pequeño escenario en el que las parejas daban rienda suelta a sus fantasías más elaboradas. El coste de la entrada fue de sobra amortizado. «Me quedé hasta que cerraron. Estaba ahí, dale que te pego, y los jefes me tuvieron que tirar del pie para desengancharme y poder sacarme», recuerda sonriendo.
El hecho de que Benorman franqueara las puertas del exclusivo local fue ya una proeza. En general, estos establecimientos están ideados para el deleite de las parejas entre sí y se restringe la entrada a los hombres. El número de varones depende siempre de la cantidad de parejas que hayan acudido y de sus apetencias. «Es lógico, no se trata sólo de tener relaciones sexuales sin más, sino de entender la sexualidad como un juego. Si no fuera así, muchos hombres podrían actuar como si estuvieran en un burdel y se desvirtuaría totalmente la filosofía liberal», matiza Benorman.
Las féminas sin par son bienvenidas por estas latitudes. «Ellas son las reinas. Cuando una mujer acude sola, tiene clarísimo lo que busca: el tipo de fantasía y el físico de la persona o personas con las que quiera mantener relaciones», ilustra.
Benorman logró hacerse un parroquiano del local y allí entabló amistades que le fueron introduciendo en fiestas liberales privadas. A los 21 empezó a organizar sus propios encuentros. «Tenía una idea muy clara de cómo quería que fueran. Había amigos que me dejaban sus casas y yo decidía a quién invitar. No había ningún interés económico, para eso ya estaban los locales. Mi motivación era puramente egoísta: quería que las fiestas fueran de una determinada manera. Y resultó que no se me daba nada mal».

Cuatrocientas noventa y nueve orgías después, Benorman ha perfeccionado aún más su método. Lo explica de forma didáctica y paradójicamente aséptica. Parece, por momentos, que esté desgranando la composición de un cóctel o de una elaboradísima receta de cocina. «No se trata de invitar por invitar. Debes hacer una selección de la gente por sus actitudes. Lo mejor es que no haya neófitos, para que estos se inicien existen los locales. Todo el mundo que acuda debe querer participar, por lo que no puedes invitar a parejas que no estén equilibradas (en las que un miembro quiera y el otro lo acompañe, por ejemplo). En una fiesta privada, hay un cupo de gente, por lo que como organizador tienes mucha presión, no te puedes permitir cometer errores y debes conocer a todas las personas que acuden. También tienes que ejercer de anfitrión y poner en contacto a los que no se conocen y pueden encajar».
Esta fórmula, que se ha ido puliendo con el devenir de los años y los cuerpos, tuvo bastante éxito en Capd’Age, la meca del mundo swinger. Allá por 1989, de la mano de unos amigos, Benorman recaló en este pueblecito costero francés, que empezaba a despuntar como la capital internacional de los que no le ponen fronteras numéricas al deseo. «Conocí a gente de todo el mundo e hice contactos y amigos», recuerda. «Lo que más me impresionó fue la forma en la que actúan los alemanes: ellos follan primero y hablan después. En Francia, se habla, se habla e igual después hay algo. Y en España pasa lo mismo, pero los alemanes van al grano», asegura con admiración.
Sus fiestas privadas crecieron en fama y cuando por trabajo se mudó a España, siguió organizándolas. Él, a ojo de buen cubero, calcula que en Cataluña debe haber unas 10.000 parejas liberales y aventura que en España deben ser unas 30.000. «Solía proponer temáticas. Una fantasía muy recurrente, por ejemplo, es la del rapto. Muchas parejas me pedían que montara escenas de este tipo: en que la mujer, de pleno consentimiento, era secuestrada por otros hombres. Es una forma de dejarse llevar, de no controlar la situación y liberarse de los sentimientos de culpa culturales. No es tan fácil de organizar como parece. A veces a algunos chicos les da por reír y no se lo toman en serio», comenta.
Durante todos esos años, para Benorman, el mundo liberal era el alimento del morbo, pero nunca lo fue el del estómago. Trabajó de violinista profesional hasta que una lesión le apartó de los escenarios, se reinventó como cámara y productor audiovisual, y saltó al mercado del arte.
Un día dio la pirueta definitiva: convirtió su afición en profesión. Ya lo decía Confucio: «Si amas lo que haces, nunca será un trabajo». En aquella época, hace unos 15 años, había creado una página web muy rudimentaria para organizar sus propias fiestas y decidió profesionalizarla. Identificó un nicho de mercado al que conocía sobradamente y le tendió una voluptuosa alfombra hacia sus fantasías. En los albores de la mercantilización de las redes sociales fidelizó una comunity poco dada a la fidelidad, al menos en el concepto clásico del término.

Actualmente, gestiona la página Wyylde.com, que viene a ser un Tinder para liberales, pero con más servicios: vídeos en vivo, un blog sobre cuestiones de interés y, evidentemente, una sección de contactos, en las que se ha de especificar con todo detalle las preferencias sexuales, la experiencia, las características físicas e, incluso, el horóscopo o si se es o no fumador. Desde esta plataforma, Benorman monta eventos con locales de intercambio y también sus selectas fiestas privadas, que continúa organizando por amor al arte… y al deseo.
¿Le debe quedar alguna cosa por hacer en el ámbito sexual? Muy serio contesta: «No, cero. Ya me puedo morir», y tras la irónica afirmación suelta una sonora risotada. «Claro que sí. He hecho mucho, pero aún me quedan muchas situaciones por vivir. Por mi experiencia diría que hombres y mujeres funcionamos de forma diferente en estas cuestiones. Ellas sienten la necesidad de evolucionar y puede llegar el momento en el que se aburran y abandonen totalmente este tipo de prácticas. Yo tengo estudiado que es hacia los tres años cuando una chica se puede cansar de que ya no haya novedad. Un hombre puede repetir mil veces la misma experiencia sin aburrirse, porque siempre encuentra un morbo distinto», asegura.
Él lo sigue encontrando y lo sigue compartiendo. Ha tenido parejas que han entrado en su juego y otras que se han mantenido al margen. «Yo siempre he sido sincero. Explico las cosas como son, porque es la única forma de que la otra persona se de cuenta de que no hay peligro. Evidentemente, no soy celoso: si a una pareja se lo das todo, incluso la libertad sexual, y no funciona, no puedes hacer nada. Claro que una ruptura duele, pero tu chica nunca se escapa por otra polla, sino por otra cosa contra la que seguramente no puedes luchar».
El mundo liberal está creado por y para la pareja. La soltería se admite como un accesorio al servicio de los deseos de esta. No se trata de buscar una excusa para encontrar nuevos cuerpos sin perder las prebendas de tener una relación, sino de participar conjuntamente en un juego acordado a dos bandas.
No existe un modus operandi estandarizado entre las parejas liberales. «Algunos lo hacen de forma muy esporádica, como quien va a un restaurante gastronómico una vez al año. Para darse un placer… o un susto», bromea Benorman. Otros han convertido esos encuentros en su forma de ocio y siempre que pueden acuden a locales o a fiestas privadas. «Son parejas que se hacen cómplices de un juego y cuando acaba siguen siendo una pareja. Tener una relación crea un tipo de fusión que no se encuentra en ninguna fiesta: el amor». Lo resume a la perfección el lema de su página Wyylde.com: «El sexo no es serio, el amor sí».
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Desde hace ya algún tiempo organizamos fiestas íntimas y privadas para disfrutar, que ya se realizan en diferentes provincias, eligiendo delicadamente los grupos por edad y preferencia sexual.
Un lugar reservado para vosotros, íntimo y confortable; música, sensualidad, un grupo de desconocidos sin tabúes …tu sexualidad al descubierto en un entorno seguro y en total anonimato.
La verdad es que es gratificante dar a la gente la libertad de sentir y disfrutar
Se me paró todo el pito cuando leí esto.