¿Cómo aprovechar los chicles masticados? Fabricando papeleras

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Foto: Dylantux (Wikimedia CC)

Las aceras y el asfalto tienen lunares y pústulas de goma. Casi parece que las baldosas traen de fábrica esos redondeles mugrosos. Hay varias formas de iniciar el proceso. A partir de que el chicle se quede sin sabor, tienes dos opciones. Si eres un apasionado por la capacidad de propulsión de la musculatura facial (o, sencillamente, un adolescente), puedes lanzar un escupitajo largo para ver si alcanzas los ocho metros. Si eres más decoroso, puedes depositar el chicle en la mano, seguir caminando, aflojar los dedos cuando nadie mire y dejar que la bola de babas caiga al suelo.

Hay una tercera opción: sacar un papelito, envolver la plasta y meterla en una papelera; pero no se han construido las ciudades para tener que ir luego respetándolas. No obstante, hay gente con fe, y son estos devotos quienes acaban encontrando la palanca para cambiar un poco las cosas.

En el cambio puede esperar también el negocio: la diseñadora Anna Bullus encontró el hilo y fundó Gumdrop, una empresa que recicla la saliva de la capital británica para crear otros productos. Un día supo que Londres gasta 150 millones de libras al año (más de 170 en euros) en eliminar chicles y descubrió, además, que el proceso de limpia desperdicia grandes cantidades de agua.

Bullus se entretuvo durante meses arrancando medallones del suelo. Luego los recicló y con el material resultante construyó unas pequeñas papeleras destinadas a que los vecinos arrojaran sus gomas. Al estudiar detenidamente el polímero extraído de los chicles, se dio cuenta de que se podía emplear perfectamente para construir otros objetos como botas o tazas.

Pero ¿por qué quien no tira los chicles a la papelera normal los iba a tirar en los nuevos contenedores? Por un lado, las personas que ya dejaban sus residuos en la papelera, es decir, aquellas preocupadas por la higiene y el medioambiente, no suponían ningún reto. Era previsible que se adaptarían con gusto a la propuesta.

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Foto: Gumdrop.

Para los renegados, en cambio, se pensó una estrategia más incisiva. El diseño sería clave: «El Gumdrop Bin es muy natural, queríamos que imitara la forma y la sensación de una burbuja de goma de mascar», cuenta Bullus. Esto introdujo una novedad y señaló un objetivo.

Puede que una persona que jamás soltaría una cáscara de plátano en el suelo, sí tire los chicles sin miramientos. El balón rosa chillón lanza un mensaje, te señala como mascador y te indica que lo que llevas en la boca debe acabar en un lugar concreto. Las papeleras son, al parecer, demasiado generalistas.

Hay más. Como contó BBC, Bullus eligió la Universidad de Winchester como zona de pruebas. Colocó 11 burbujas y regaló cientos de vasos de café fabricados con chicle para convencer a estudiantes y profesores de la utilidad del gesto. El experimento triunfó. La iniciativa se fue expandiendo: el aeropuerto de Heathrow, 25 estaciones de tren…

La idea nació del interés de Anna Bullus por el reciclaje. «Quería saber qué desechos tirábamos a la calle. Encontré pedazos de latas, bolsas de patatas fritas, colillas y goma de mascar. No podía creer el desastre que todo esto estaba provocando en nuestras calles. Investigué qué se estaba haciendo para combatirlo y encontré iniciativas para otros residuos, pero no para los chicles. ¡Ese fue el momento eureka!», recuerda.

Aparte de los contendores, Bullus fabrica reglas, peines, botas, cubiertos, lápices… Su venta se destina tanto al público como al sector privado. Cada producto contiene, al menos, un 20% de chicle reciclado: no toda la goma resulta aprovechable. Gumdrop se apoya en otros materiales que, según su creadora, provienen también del reciclaje.

Los chicles, para muchos, constituyen una amenaza contra la civilización y el progreso. En Singapur, después de que un tren de alta generación quedara bloqueado porque alguien había pegado un chicle en la puerta afectando a un sensor de seguridad, el Gobierno convirtió en delito pegar las plastas húmedas en lugares públicos.

Corría el año 1991. Los servicios de limpieza llevaban mucho tiempo sufriendo la pegajosa angustia de encontrarse pegotes por todas partes. Poco después, en 1992, directamente, se prohibió la introducción del producto en el país.

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Foto: Gumdrop

Las ciudades españolas también se quejan y emprenden iniciativas que no cuajan. El año pasado, en La Rioja, donde despegan unas 200.000 plastiquetes al año, tuvo que salir el edil de Medioambiente a lanzar una campaña de higiene, y lo hizo como un padre desesperado que recurre al tonito empecinado de Barrio Sésamo para ver si así cala el mensaje: «El objetivo es conseguir que después de sacarnos el chicle de la boca, lo metamos en un papelito y lo tiremos a la papelera».

En el plan incluía carteles, eslóganes y hasta la colaboración de los educadores. Una importante movilización de recursos para evitar un gesto mínimo; para que los ciudadanos depongan una rutina en la que persisten como si de ella dependiera su integridad.

En 2015, el Ayuntamiento de Madrid diseñó una campaña desesperada de dos años de duración con la que pretendían forrar autobuses, marquesinas y calles con señalizaciones para guiar las mandíbulas del rebaño ciudadano hacia las papeleras. Supuso un gasto de más de 160.000 euros: las calles siguen plagadas de motas.

Las autoridades capitalinas destacaron un dato: un chicle tarda cinco años en desaparecer. Primero, el oxígeno lo reseca y endurece, después se cuartea y poco a poco se esfuma.

Al mirar al cielo nocturno, contemplamos un pasado infinito: estrellas y sucesos cósmicos que se desarrollaron hace millones de años. Al mirar al suelo, en cambio, encontramos un firmamento asqueroso que nos enseña un pasado cercano y nada trascendente; un pasado que nos habla de babas frescas.

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Patrick Thomas

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