Joyas que antes fueron bombas

2 de junio de 2014
2 de junio de 2014
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Su vecino Vietnam se llevaba las bombas y los focos. Laos, solo las primeras. Hasta 2,2 millones de toneladas se calculan que cayeron durante los 9 años que duró la denominada Guerra Secreta. Más o menos, como si uno de los B-52 de las fuerzas norteamericanas lanzara una bomba cada 8 minutos durante las 24 horas de todos los días que transcurrieron entre 1964 y 1973. Laos se convertía en la nación más bombardeada de la historia en el transcurso de una guerra que casi nadie conocía.

El suelo del país del sudeste asiático quedaba trufado de proyectiles, llegando a albergar en sus algo más de 23.00 kilómetros cuadrados de superficie más bombas que todas las lanzadas en escenarios europeos y asiáticos durante la II Guerra Mundial.
Muchas no llegaron a estallar en su momento y lo hicieron después, de forma traicionera, tras años semienterradas en el terreno. Otras, en cambio, ahí siguen, esperando a que algún habitante de la zona la pise o la manipule sin querer.
Pese a saber del peligro que conlleva, son muchos los artesanos locales que no las temen. Llevan años utilizando las que encuentran en sus casas o campos de cultivo para fabricar cucharas que luego venden en el mercado local. Y mientras muchos pierden sus miembros o incluso la vida al hacerlo, las grandes potencias siguen sin alcanzar acuerdos sobre qué hacer con el arsenal latente de Laos.
La falta de interés sobre el problema de muchas de ellas contrasta con el interés y la indignación de Elisabeth Suda al visitar por primera vez el país. Pese a su licenciatura en Historia, la joven norteamericana no tenía conocimiento de aquella guerra en la que su país atestó de bombas racimo aquella nación.

Elisabeth tomó ejemplo de los artesanos de Ban Naphia y decidió construir a partir de la destrucción. Por eso, les pidió su colaboración para ampliar línea de negocio: ahora, además de sus cucharas, fabricarían joyas, mucho más vendibles en mercados algo más apartados de sus casas.
Peacebomb Project arranca con la creación de un centro de trabajo para los artesanos, donde estos disponen de lujos tales como luz eléctrica o agua. Allí, además, pueden mejorar sus técnicas de fabricación y no tienen que jugar a la ruleta rusa cada vez que manipulan una de las bombas porque antes una ONG local se ha encargado de garantizar que no hay peligro en su manejo.
«El proceso es un círculo: se dona el 10% del precio del artículo a la ONG que se encarga de limpiar el terreno. Cuando esta encuentra material, se lo entrega directamente a los artesanos y así continua el proceso. De esta manera, ellos no arriesgan su vida y reciben un salario 4 veces superior al que obtendrían en su mercado doméstico», explica Olga Torres, responsable de comunicación de Article 22, firma de joyería nacida cuya primera colección sería Peacebomb.
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