¿Pueden informar bien los periodistas sobre el coronavirus? No es fácil y no es su culpa

25 de marzo de 2020
25 de marzo de 2020
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periodistas no informan bien

A propósito del COVID-19 y otras crisis, uno puede preguntarse por qué la mayoría de medios hacen su trabajo de una forma tan tendenciosa, buscando más audiencia a expensas de que eso suponga crear mayor alarma social.

Por ejemplo, con el coronavirus son muchos los medios que difunden como concluyentes muchos estudios que no han sido publicados aún en una revista académica ni han sido revisados por pares, hallándose en ese limbo llamado preprint, y que es recogido por reservorios como ASAPbio, bioRxiv, ChemRxiv, engrXiv, Figshare, F1000Research, PeerJPreprints, PsyArXiv, SocArXiv y SSRN.

Debido a ello, muchos ciudadanos empiezan a leer información contradictoria, lo cual exacerba el estado de alarma general, la incertidumbre, el miedo… y adicción a los medios de comunicación. Como podemos ver, es el pez que se muerde la cola.

Sin embargo, los responsables de comunicar ideas complejas a un auditorio lego no son los verdaderos culpables. Lo es el ecosistema.

DE LO MEJOR SIEMPRE A LO PEOR

La historia de cualquier medio nuevo para transmitir ideas tiene un recorrido bastante similar que puede resumirse así: pronósticos agoreros por parte de los analistas o incluso del propio inventor del medio, una asimilación paulatina a nivel social, distribución de enormes beneficios culturales y materiales en la sociedad, mercantilización del medio, devaluación del medio en lo tocante a los beneficios culturales y materiales.

Por ejemplo, el primer gran medio fue la imprenta. A su salida, fue la diana de críticas de escritores e intelectuales: que los libros se iban a vulgarizar, que no tenía sentido hacer tantas copias de un texto, que no todo el mundo está preparado para leer. Más tarde, la imprenta continuó adelante, aumentó el número de libros treinta veces en solo un siglo, incentivó la alfabetización, aumentó la diversidad de las ideas, facilitó la empatía, propició nuevos tejidos empresariales, permitió que la tarifa por reproducir un único manuscrito pasara de un florín (una moneda de oro equivalente a unos 200 euros) cada cinco páginas a lo que cuesta ahora un libro (unos 19.999 euros menos de lo que costaría originalmente).

A continuación, las editoriales se convirtieron en negocios donde lo prioritario era, en general, obtener beneficios económicos; finalmente la mayor parte de los libros empezaron concebirse con arreglo al reclamo del mercado.

Ocurrió lo mismo con el periódico: los primeros tenían pocas páginas y eran caros, así que solo estaban dirigidos a personas cultas y con posibles. Alguien ideó una forma de negocio nueva que consistió en bajar el precio sufragando en parte los gastos de redacción, impresión y distribución insertando publicidad, lo que obligó a añadir más páginas (para que la publicidad pudiera distribuirse mejor). A medida que más personas compraban periódicos, los beneficios por publicidad aumentaban, así que los editores no tardaron en darse cuenta de que insertando noticias amarillistas o morbosas, eso aumentaba las ventas, ergo los beneficios, lo que, a su vez, obligaba a poner más páginas de noticias superfluas.

Con el advenimiento del teléfono, se dijo que este acabaría con la intimidad. Que la radio no tenía sentido. Que el cine no interesaría a nadie. Que para los ordenadores personales no habría suficiente demanda. Y todos ellos pasaron por el mismo proceso: por ejemplo, la radio, en sus orígenes, se sustentaba en programas que educaran al pueblo. Llegó la publicidad, la competencia, el ánimo de lucro, y todo se banalizó. Ocurrió exactamente lo mismo con la televisión: cabe recordar el vibrante speech de The Newsroom, pero la queja viene de largo: Orson Welles, por ejemplo, decía en 1956: «Odio la televisión. La odio tanto como a los cacahuetes, aunque no puedo dejar de comerlos».

Incluso ocurrió con los blogs: nacidos como una herramienta de empoderamiento de la sociedad, finalmente el 99,9% de los blogs personales apenas llegaron a una audiencia ínfima, porque la masa prefiere las noticias gancho, los clickbaits, la mala baba de Perez Hilton, lo viral, el meme, los «y no creerás lo que pasó a continuación» servidos todos ellos por grandes medios de comunicación que ingresaban sumas de dinero para pagar sus ejércitos de redactores.

Ha ocurrido incluso con YouTube, a pesar de que es un medio de comunicación muy joven, y por ello empiezan a proliferar formas de remunerar a los buenos creadores de contenidos por encima de las leyes darwinistas de la publicidad, como Patreon o Bizum.

Estamos, pues, ante un ecosistema. No hay gobiernos detrás, ni siquiera aviesas corporaciones. Solo son fuerzas comerciales, ciegas y azarosas, que alcanzan con sus tentáculos a cualquier medio. Es algo así como un proceso natural imparable. Una dinámica que espontáneamente se pone en funcionamiento. El marketing es un virus tan infeccioso como el coronavirus. Coloniza los procesos, las mentes, los intercambios, las innovaciones, los pilares subterráneos que lo sustentan todo. Son trampas para turistas.

PERIODISTA: UN ESLABÓN MÁS DE LA CADENA

En este ecosistema, el periodista es solo un engranaje más de una maquinaria enormemente intricada que no ha sido construida por nadie. Es decir, que ninguna persona conoce los planos, qué ocurre exactamente cuando aprietas aquí una tuerca o lo que sucederá en lo sucesivo si se estropea aquella rueda dentada o deja de operar aquel fulcro. Es una máquina de movimiento perpetuo de la que nadie tiene una idea de conjunto verdaderamente completa, atendiendo a todos sus detalles y variables. Es el determinismo fuerte más inexorable.

Todo esto no es ni bueno ni malo. Es, sencillamente, la naturaleza de las cosas. Debemos asumirlo como asumimos que el agua moja o que el sol es una inmensa bola de hidrógeno ardiendo.

Y asumiendo todo esto, entonces también podemos conceptuar al periodista no tanto como un culpable, sino como un agente inconsciente más. Y cuando se usa el término inconsciente debe entenderse en toda su amplitud, también la que involucra la ignorancia: el caudal de información es tan elevado que la mayoría de los periodistas naufragan en él.

Es decir, que no se trata de que los periodistas no digan la verdad o la maquillen un poco por mor del funcionamiento del sistema, sino que el propio sistema les pone una venda en los ojos: los vuelve ciegos, ignorantes y… con una comprensión similar a la de un chimpancé.

No, esto último no es una boutade, o no del todo, sino que fue constatado por un proyecto de 2013 realizado por el médico sueco Hans Rosling llamado Ignorance Project, de Gapminder. Al ser sometida una amplia muestra de la profesión periodística a una encuesta tipo test a propósito de sus conocimientos sobre determinados temas, como las crisis de superpoblación, las vacunas o la educación femenina en el mundo, los resultados fueron demoledores: la mayoría parecía no saber más que el público promedio, y el público promedio, respecto a estos temas, no sabe más que si se respondiera aleatoriamente a las preguntas. Es decir, sabían tanto como un chimpancé.

No importaba que los periodistas fueran ingleses, estadounidenses o europeos, ni siquiera si eran reputados realizadores de documentales de la BBC, la PBS, National Geographic o Discovery Channel. Salvo un pequeño porcentaje de periodistas, la mayoría era como una persona normal y corriente, como la que podemos encontrar acodada en cualquier barra de bar mascullando cuñadismos. Como concluye Rosling:

No demonicemos a los periodistas: tienen las mismas concepciones absolutamente equivocadas que el resto del mundo […]. En lugar de ello, debemos tratar de entender por qué los periodistas tienen una visión distorsionada del mundo (respuesta: porque son seres humanos con instintos dramáticos) y qué factores sistémicos les llevan a ofrecer noticias sesgadas y excesivamente dramáticas (respuesta, al menos en parte: tienen que competir por la atención de sus consumidores o, de lo contrario, perderán el empleo).

(Naturalmente, si analizamos el papel de los políticos, a todo lo anterior se le suma su tendencia al uso de la lengua de madera o politiqués: no solo saben poco lo que dicen, sino que intentan no decir nada cuando hablan; ergo, si escuchas a un responsable político, le aplaudes y le haces la ola o le llamas molt honorable president o formulaciones hagiográficas tan serviles como las que usamos con reyes y princesas, que sepas que te estás dirigiendo a un chimpancé con gran capacidad para la demagogia y el populismo).

CORONAVIRUS: EPIDEMIA EN TIEMPO REAL

Cuando se establece cualquier proceso, por ejemplo, la fabricación de una pelota de goma, se puede evaluar su probabilidad de ser víctima de defectos. Un proceso Six Sigma, en ese sentido, presentaría solo 3,4 defectos por cada millón de intentos. Es decir, que tras fabricar un millón de pelotas de goma, solo tres o cuatro saldrán defectuosas. El Six Sigma es el sinónimo de la perfección y cuesta mucho dinero, esfuerzo y precisión obtener este título. Sin embargo, como vemos, basta con acumular el suficiente número de intentos para que aparezca un error. Corolario: la perfección no existe. Tampoco el riesgo cero.

Mientras se está monitorizando una epidemia en tiempo real, los defectos en la información crecen exponencialmente. Aspirar al equivalente mediático del Six Sigma es totalmente imposible. Incluso con el poso y el sosiego que nos proporcionará el asunto a años vista, transcurrida la crisis, a toro pasado continuaremos informando incorrectamente. Sobre casi todo.

Solo en investigación biomédica por ejemplo, en 2005 el investigador médico italiano John P. Ioannidis publicó un estudio que, tras analizar diversos hallazgos documentados en revistas revisadas por pares y varias hipótesis médicas que se habían visto confirmadas por experimentos de laboratorio, concluía que la mayor parte de esos hallazgos fracasarían en el complejo mundo real. Los laboratorios Bayer ni siquiera son capaces de replicar por sí mismos aproximadamente dos tercios de los supuestos descubrimientos publicados por las revistas médicas.

Como explica el estadístico Nate Silver en su libro La señal y el ruido: «El capitalismo e internet, dos sistemas increíblemente eficientes a la hora de propagar información, generan un potencial para que las malas ideas se propaguen tanto como las buenas». Los periodistas son solo una nota a pie de página de esta inercia que lleva en marcha, al menos, seis siglos.

Y como esto también lo ha escrito un ser humano en un medio de comunicación, naturalmente, chapotea en el mismo lodazal; por eso quedémonos mejor con estas últimas y optimistas palabras del siempre optirrealista Hans Rosling:

Resiste la tentación de culpar a los medios de comunicación por mentirte (la mayoría no lo hacen) o por mostrarte una visión distorsionada del mundo (cosa que hace la mayoría, pero no de manera deliberada). Resístete a culpar a los expertos por centrarse demasiado en sus propios intereses y especialidades o por equivocarse (cosa que sucede a veces, pero, a menudo sin mala intención). En definitiva, resístete a culpar de cualquier cosa a un individuo o grupo de individuos. Porque el problema es que, cuando identificamos al malo de la película, ya no pensamos más. Y casi siempre es más complicado. Casi siempre hay múltiples causas interrelacionadas; un sistema. Si realmente quieres cambiar el mundo, tienes que entender cómo funciona en realidad y olvidarte de darle una bofetada a alguien en toda la cara.

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