Así era el Photoshop antes de que existiera el Photoshop

5 de diciembre de 2014
5 de diciembre de 2014
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«Los mentirosos profesionales tenemos la esperanza de servir a la verdad. Creo que hay una palabra pomposa para referirse a esta situación: ‘arte’».
 Orson Wells. Fraude. 1973
Cada vez desconfiamos más de la realidad. Aunque en realidad, la realidad no tiene la culpa;  la culpa la tienen los filtros que nos la enseñan. La implantación masiva de la televisión tras la Segunda Guerra Mundial, y aún más, el advenimiento de Internet como medio de comunicación global en los últimos veinte años, ha transformado decisivamente el modo en el que experimentamos la realidad. Ya no es pura, sino que la recibimos a través de un filtro poderosamente mediatizado. Porque siempre hay alguien manejando ese filtro.
No se trata de que esta realidad filtrada sea una realidad menor ni que hayamos olvidado la componente física del mundo; todo forma parte del mismo constructo humano. Es lo que Paul Virilio llamaba ‘virtualidad’ y que, al unirse a la parte tradicional de la realidad, conforma la ‘hiperrealidad’ que enunciaban Jacques Derrida o Jean Baudrillard.
El problema es que, en la actualidad, el acceso a ese filtrado está al alcance de todos: los mezcladores de sonido, los programas de edición de video y, por supuesto, el Photoshop –o cualquier otro programa de retoque de imagen- hacen que cualquiera pueda alterar la realidad. Esta cercanía al filtro nos ha convertido en escépticos totales. Hemos acabado por dejar de aceptar la realidad filtrada como representación fiel de la realidad ‘pura’.

Como vemos en el vídeo de arriba, el Photoshop ha ido demasiado lejos y ya nadie se cree que las modelos tengan los cuerpos y las pieles que aparecen en las revistas. Si vemos alguna proeza en un youtube, inmediatamente tendemos a pensar que es un efecto especial. Y en cuanto se bate un récord del mundo, comienzan las dudas sobre la limpieza del deportista que lo ha batido.
Estas dudas tienen una base más que razonable. No en vano, el filtro de la realidad no es condición exclusiva del mundo contemporáneo: la cultura medieval estaba mediatizada por la Iglesia, que era quien la distribuía; cuando Francisco de Goya pinta La familia de Carlos IV lo hace a través de su filtro –y de las directrices de la monarquía; y cada foto que toma Robert Capa en la Guerra Civil Española está revelada detrás de sus personalísimos ojos.
Fue precisamente la aparición de la fotografía y el cine lo que derribó la barrera que separaba la realidad del filtro. La percepción que ofrecen las imágenes, por su extremo parecido con lo que retratan, hicieron que la sensación de estar alterada desapareciese. Todos recordamos la reacción de pánico que experimentaron los espectadores que, en 1896, asistieron a la proyección de la Llegada del tren a la ciudad de los hermanos Lumière. De hecho, hace apenas treinta y cinco años, más de una persona abandonó horrorizada la sala de cine cuando el chestbuster abre el pecho de John Hurt a la mitad de Alien, de Ridley Scott. Y eso que daban por hecho que se trataba de un efecto especial. Ese es el poder de la fotografía y el medio audiovisual.
Seguramente, en la actualidad, hemos superado este poder pregnante de la imagen hasta el punto de no confiar siquiera en los videos sin adulterar. Pero hubo un momento, hace unos cien años, en el que la manipulación fotográfica era absolutamente evidente y, sin embargo, el público tomaba estas imágenes como reales, incluso aunque sus propios manipuladores confirmasen abiertamente que, efectivamente, habían sido retocadas.
Los fantasmas del siglo XIX (y de la doble exposición)
Aparecida en los inicios de la profesión, la denominada «Ghost photography» o «Spirit photography» se dedicaba precisamente a eso: a fotografiar fantasmas, espíritus y apariciones de toda índole.
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Este tipo de retoque tuvo un enorme éxito en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, floreciendo al amparo de la cultura del espiritismo y los médiums, que plagaban la alta sociedad estadounidense y de la Inglaterra victoriana.
Habitualmente, las fotos presentaban al objeto del retrato –a menudo una persona adinerada o popular- rodeado de algún ser querido recientemente fallecido. Sus autores alcanzaron una fama enorme y siempre defendían la veracidad de sus imágenes, aduciendo a conceptos esotéricos como el aura o los ectoplasmas, que no podían apreciarse a simple vista y solo sus «especiales» cámaras, lentes y sistemas de revelado podían, en efecto, revelar.
Casi todos fueron en su momento acusados de fraude y la mayoría acabó admitiendo la manipulación fotográfica. Es curioso el caso del británico William Hope, que fue defendido con vehemencia por los círculos espiritistas de la época, incluyendo a Arthur Conan Doyle, que llegó a escribir el libro The Case for Spirit Photography en 1922, con la intención de limpiar la imagen pública de su amigo Hope.
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Peor suerte corrió William H. Mumler. El fotógrafo estadounidense comenzó a producir fotografías de fantasmas coincidiendo con el final de la Guerra de Secesión americana. Aprovechándose del gran número de muertos como consecuencia de la contienda, Mumler se hizo rico y famoso, sobre todo a raíz de la fotografía que tomó en 1969 a Mary Todd Lincoln, a la que acompañaba el «espectro» de su marido, el presidente Abraham Lincoln,  asesinado en 1865.
Poco después, el empresario P.T. Barnum, creador del famosísimo circo Barnum & Bailey y conocido fabricador de bulos, llevo a juicio a Mumler acusándolo de fraude. Pese a la evidente manipulación de las imágenes de Mumler, el juez le consideró no culpable. Sin embargo, la exposición mediática y el poder de Barnum terminó por arruinar la carrera del fotógrafo que murió en la indigencia en 1884, a los 51 años de edad.

Mary Todd Lincoln, abrazada por el «fantasma» de su marido, el presidente Abraham Lincoln
Mary Todd Lincoln, abrazada por el «fantasma» de su marido, el presidente Abraham Lincoln

Las hadas de Cottingley
Hoy nos parecería inexplicable que unas fotografías tan evidentemente falsas tuviesen la repercusión que tuvieron, pero las hadas de Cottingley levantaron un revuelo formidable en la Inglaterra de los años 20. Tan solo se trataban de cinco imágenes tomadas en 1917 por las primas de 17 y 10 años Elsie Wright y Frances Grifitths.
En las fotos se ve a las jóvenes triscando por los campos que rodean el pueblo de Cotingley, y rodeadas de lo que, inequívocamente, solo puede tratarse de hadas. Seres fantásticos profundamente arraigados en el folclore popular inglés. Al menos eso es lo que pensó Conan Doyle – que aparte de escribir novelas de Sherlock Holmes, era un verdadero entusiasta de lo paranormal- cuando recogió las fotos y las llevó a las páginas del especial de Navidad de The Strand Magazine en 1920. La revista, que incluía dos fotos en alta resolución de las hadas de Cottingley, se vendió completamente en solo dos días tras su publicación.
Frances Griffiths rodeada de hadas.
Frances Griffiths rodeada de hadas.

El experto Edward Garner, que analizó las imágenes y los negativos originales de Wright y Griffiths llegó a la conclusión de que las imágenes no habían sido manipuladas; que lo que aparecía en la foto es lo que se encontraba delante de la cámara en el momento de ser tomada. Obviamente, porque las «hadas» no eran más que recortes en cartón de dibujos y otras fotografías sujetos con hilos y cables de pescar.
En efecto, las niñas no tenían ni la técnica ni la habilidad para retocar las fotografías en «post-producción». Quizá por eso, el mito de las hadas de Cottingley duró tanto. Tanto como sesenta años. Porque no fue hasta 1978 en que el ilusionista James Randi examinó las fotografías con microscopios y métodos computerizados –computerizados de 1978, pero computerizados- y concluyó que se veían hilos y cables. De hecho, Elsie y Frances tardaron otros cinco años en admitir la falsedad de sus fotos en un artículo para la revista The Unexplained publicado en 1983.
Elsie Wright y un hada vestida y peinada a la moda de los años 20
Elsie Wright y un hada vestida y peinada a la moda de los años 20

Las Tall-Tale Postcards
A diferencia de la fotografía espectral y las hadas de Cottingley, los creadores de las Tall Tale Postcards nunca intentaron hacer pasar sus imágenes como reales. Sin embargo, eso le importó poco al público, que las compraba por millones, subyugado por el poder de sus extraordinarias imágenes.
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Creadas en 1908 por el fotógrafo de Kansas William H. Martin y perfeccionadas en 1912 por el nativo de Wisconsin Alfred Stanley Johnson Jr., las Tall-Tale en seguida se extendieron por  todo el oeste de los Estados Unidos y Canadá.
Las Tall-Tale Postcards tenían un claro objetivo humorístico, pero también contribuyeron al mito de la exuberancia agraria de la América rural. Enormes mazorcas de maíz, sandías de varias toneladas, cebollas del tamaño de balas de heno, peces grandes como mamuts, ranas colosales e incluso grillos capaces de transportar viajeros poblaban las fotografías de Martin, Johnson y muchas otras compañías que les imitaron, dibujando la silueta fantástica de una Nueva Arcadia que se extendía por las planicies norteamericanas. Las tarjetas, que se compraban y se enviaban por correo, tuvieron tal éxito que el propio Martin llegó a afirmar haber impreso más de 10.000 diarias en los meses de mayor demanda.
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Sí, eran humorísticas y descaradamente exageradas, pero también sirvieron para levantar el ánimo y fomentar el optimismo nacional durante la Primera Guerra Mundial. Tras la guerra y, sobre todo, durante la Gran Depresión, las Tall-Tale cayeron en desuso, posiblemente porque el ciudadano norteamericano estaba pendiente de llevarse algo sólido a la boca en lugar de promesas impresas en papel fotográfico.
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Como puede verse, la realidad manipulada está presente desde que existe la fotografía, y posiblemente desde mucho antes. Eso sí, al menos todas las historias que hemos contado en este artículo son ciertas.
O quizá no. Quizá lo único cierto es lo que dijo Orson Wells: «Durante los últimos diecisiete minutos les he mentido como un loco».
 
 

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