Es triste y atroz que una de las pocas cosas en que judíos y musulmanes están de acuerdo sea que hay que cortar el prepucio a los niños.
“La piel”, de Curzio Malaparte, es una de las novelas más desconcertantes y exquisitas del siglo XX. Partisanos, ambigüedad moral, sangre, olor a Mussolini… Y “La piel de Zapa” de Balzac, un extraño precursor de la novela de horror cósmico.
“El deseo de ser piel roja” es un delicioso entremés de Kafka, que quizá por la sonoridad de su título ha seducido a algunos directores teatrales para levantar una pieza sobre el escenario. “La piel que habito”, es una copia absolutamente atroz de “Ojos sin rostro” (Georges Fanjou, 1960) . Y de otras películas, por lo que ha sido rebautizada como “El plagio que habito”.
Y sin más rodeos llegamos al corazón de este artículo: el prepucio, es decir, antes del pucio. ¿Qué es un pucio? Nada. Pero en inglés prepucio se dice foreskin, traducido literalmente “prepiel”, o sea que es antes de la piel misma.
El Berit Milá, que significa “pacto de la palabra”, es la ceremonia judía en la que a los niños les rebanan el prepucio, dejando el glande para siempre al descubierto.
Tengo un amigo que es judío, gay, argentino y punk, y está indignado por haber perdido ese trocito de piel cuando no podía defenderse, en el Bert Milá. Estudia reclamar daños y perjuicios a sus familiares, porque sostiene (y no le falta razón) que el glande, desprovisto de su ingenioso capuchón retráctil, pierde gran parte de su sensibilidad. Ha contactado con NORM (National Organization for Restoring Men) que reconstruye el prepucio a circuncidados arrepentidos. El mecanismo es semejante a la reconstrucción del himen para recuperar la virginidad de las mujeres en las sociedades islámicas, gitanas y también judías.
No alcanzo a comprender por qué la ablación del clítoris es un crimen abominable perseguido en Occidente, y perpetrado de manera clandestina, y en cambio la circuncisión no clínica, es decir, aquella que se practica por razones religiosas, es algo que se celebra en familia.
Los musulmanes llaman a la circuncisión al-Jitán, pero no se menciona en el Corán, sino que proviene de la tradición. No son pocos los niños que mueren desangrados o con horribles infecciones por una mala praxis, ya que en zonas tribales se practica a manos del patriarca de la familia, con un cuchillo bien afilado, mientras los invitados cantan, tañen instrumentos y percuten tambores para que no se escuchen los gritos del niño. Después se les obsequia con pastelitos y té. El niño suele perder el conocimiento, y a veces la hemorragia no se detiene fácilmente, por lo que quedan muy debilitados.
El patriarca Abraham fue circuncidado por orden divina. Reproduzco aquí las palabras que Yaveh dijo a Abraham a propósito de su su “piel roja” y de la de todos sus descendientes, porque no tienen desperdicio:
«He aquí mi pacto contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos, de los que saldrán reyes. Tú, de tu parte y tu descendencia, circuncidad a todo varón, circuncidad la carne de vuestro prepucio y ésa será la señal de mi pacto entre mí y vosotros. A los ocho días de edad será circuncidado todo varón entre vosotros, de generación en generación, tanto el nacido en casa como el comprado por dinero a cualquier extranjero que no sea de tu linaje».
¿Qué clase de dios puede exigir un trozo de piel sanguinolenta como pacto?
Creo que la mera existencia de este texto debería provocar que hubiera muchos más varones ateos que mujeres.
—
Antonio Dyaz es director de cine
Foto: Nerdcoregirl bajo licencia CC