El fotógrafo Hayahisa Tomiyasu (1982, Kanagawa, Japón) se topó con un zorro a pocos metros al doblar la esquina de la Biblioteca Nacional Alemana. Tenía los ojos cerrados y olía las piedras y el césped contiguo a la acera. Se acuclilló, permaneció así unos segundos y se esfumó entre los arbustos. Una de las últimas cosas que vio Tomiyasu fue el brillo de la punta de la cola.
Tiempo después, en agosto de 2011, Tomiyasu se asomó a la ventana de su piso de estudiantes. En la pista de atletismo que se alargaba a su izquierda divisó otro ejemplar de la especie (quizá el mismo): se detuvo en una mesa de ping pong que había al lado, la miró y regresó al campo.
El fotógrafo miraba con frecuencia desde la ventana, pero el animal no regresó y él empezó a reparar en la mesa de ping pong. Buscaba a un zorro y encontró una riquísima porción de humanidad.
Fotografió durante cinco años aquel lugar. Un solo espacio, contemplado minuciosamente, puede expandirse en espiral hasta convertirse en algo inabarcable.
Uno ve miles de lugares, los peina apenas con las pupilas y le parece que carecen de importancia. Pero basta centrar la vista en uno para reparar en lo mucho que perdemos por simplificar y por pensar que las cosas son, simplemente, lo que son.
Una mesa nunca es una mesa: es una mesa con lluvia, soleada, silenciosa, rozada por palabras alemanas o castellanas o japonesas. Los sentidos se interconectan. Un sonido o un olor modifican la imagen que nos llega del exterior. Las modifica en un umbral que está por debajo de lo verbalizable, y por eso tiene más valor, porque nos penetra por la vía de lo subliminal.
El merodeo del zorro en esta historia representa el papel del azar. Es la prueba de que la materia poética vive en todas partes a la espera de que alguien la exprima y la beba.
«Mi interés en este trabajo era descubrir cómo las personas que acuden allí se relacionan con ese objeto en el espacio público, ya usen o no la mesa para jugar al ping pong», expresa Tomiyasu.
La técnica de fotografiar durante largos periodos un mismo lugar no es original. Se denomina time-lapse y suele emplearse para acumular las imágenes en orden, enlazarlas y pasarlas en progression de manera que captemos procesos lentísimos como el crecimiento de una flor.
Se ha utilizado mucho en productos audiovisuales (esa ciudad en la que las luces de los coches vuelan como luciérnagas híperestimuladas). Pero hacerlas correr en secuencia, aunque resulte más mágico a primera vista, ofrece un menor potencial poético que observarlas una a una.
Lo dijo Harvey Keitel en Smoke. Su personaje en la película acumula cuatro mil fotos de una misma esquina de Brooklyn. Un día tras otro a las ocho de la mañana.
—Nunca lo entenderás si no vas más despacio (…) Apenas miras las fotos—le dice Keitel a William Hurt.
—Pero son todas iguales.
—Sí, todas iguales pero cada una es diferente de las otras. Tienes mañanas soleadas, mañanas oscuras; tienes luz de verano, luz de otoño; días de diario, fines de semana; gente en abrigos y botas de agua (…) A veces, la misma gente, a veces gente diferente. A veces, las personas diferentes se convierten en las mismas y las mismas desaparecen.
Estamos más acostumbrados a la velocidad que a la lentitud. Mirar una a una imágenes quietas y desgranarlas puede parecer antinatural: la vida no se para y nadie puede congelar una fracción de tiempo sin ayuda de una máquina. No obstante, la memoria sí funciona de un modo parecido. A todos nos definen unas decenas de momentos clave a los que regresamos y sacamos brillo y reinventamos cada vez.
El autor no perseguía más objetivo que captar la cotidianidad en torno a la mesa: «No hay un gran mensaje detrás del trabajo. Traté de hacer un libro de fotos que fuera como un cuento o novela. Esa es la razón por la cual las imágenes en el libro no están ordenadas cronológicamente».
Introdujo esa pequeña variación en el orden como diciendo: «Lo que ocurre un día podría suceder cualquier otro». Es, no obstante, una violación del fluir natural. Una gota de pretensión en un trabajo honesto. ¿O quizá habría mayor pretensión en hacer creer que uno retrata las cosas sin modificarlas, en fingir que se ofrece un fragmento puro de vida?
El trabajo de Tomiyasu produce un efecto tierno y sorprendente. Miras las fotos lentamente, te acercas al final y notas que la mesa de ping pong toma vida, se impregna de lo que sucede alrededor. Nuestra mirada le confiere alma, gestos: no es que la veamos mutar y moverse, sino que sospechamos que por dentro gestualiza y siente. Entonces nos damos cuenta de que amamos con más fuerza algunos objetos o lugares porque sentimos que ellos también nos esperan y nos acogen; nos corresponden.
Me ha encantado.
Me imagino al japonés (no podría ser de otro lugar) sentado en posición de loto sobre un zafu contemplando la mesa de pingpong un rato cada día, diluyéndose en ella, vaciando su mente y con la cámara como mero pretexto. Puro zen.
También me ha venido a la mente la película reciente «Paterson». Y también el «Aleph» de Borges, y también esta sentencia de Julio Cortázar, ambos argentinos muy orientales: no es lo mismo abrir una lata de sardinas que abrir una lata de sardinas.
Por último, mi enhorabuena al que ha escrito el artículo porque nos ha estimulado a practicar la tranquila y atenta contemplación que nos permite ver (vislumbrar) la esencia de las cosas y, por ende, de nosotros mismos como observadores, al igual que «cuando dejamos de remover el agua de un estanque, que nos permite al fin ver el fondo».
De la cotidianeidad a la fascinación.
[…] Una mesa de Ping Pong, 5 años en foto: http://www.yorokobu.es/ping-pong/ […]