¿Por qué nos gusta hacer cosas a mano?

18 de diciembre de 2014
18 de diciembre de 2014
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Muchos, entre los que me encuentro, nos hemos habituado a escribir a máquina, a trasladar los pensamientos a través del teclado de un ordenador, ya sea para responder a un correo o para concebir una obra literaria. Todo lo que tecleamos se convierte una sucesión ordenada de píxeles, perfectamente legible pero, también, perfectamente uniforme.
Sin embargo, en cuanto tomamos de nuevo un bolígrafo o una pluma y escribimos algunas palabras (primero despacio y a trompicones, como si aprendiéramos de nuevo a caminar) nos deleitamos con las formas redondeadas y picudas de las letras, engarzándose entre sí, que no solo muestran lo que pensamos sino el estado de ánimo en que lo hacemos. Como las líneas vitales de un diagrama cardiológico. Donde cada curva, manchón o temblor casi imperceptible responde a un motivo.
El motivo principal por el que no continuamos escribiendo a mano es obvio: requiere mucho más tiempo, y preferimos sacrificar el placer que experimentamos con el movimiento pendular de la escritura antes que pasarnos la vida sentados frente al escritorio. El problema, quizá banal, quizá insignificante en estos tiempos de velocidad ADSL, es que estamos sacrificando otra cosa cuando dejamos de escribir a mano, así como al dejar de dibujar o incluso manufacturar nuestros objetos cotidianos a mano.
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¿Está muerto el dibujo?
Éste es el título de un simposio organizado en 2012 por la Escuela de Arquitectura de Yale: «¿Está muerto el dibujo?» El tema objeto de glosa es que, en la transición del dibujo a mano alzada al ordenador por parte de los arquitectos, con programas de CAD, se podría estar mermando la creatividad y la frescura.
La razón de esta pérdida parece residir en el hecho de que los diseñadores dan por acabados antes de tiempo sus diseños debido a la precisión de las representaciones en pantalla. Es un poco lo que sucede con un procesador de textos, exento de tachones e irregularidades: visual y cognitivamente se nos antoja que el texto es más perfecto de lo que es, y tendemos a corregirlo y moldearlo menos.
Expresividad y emoción también parecen quedarse un poco atrás cuando usamos un software de CAD, que más bien propicia la experimentación formal, tal y como critica Michael Graves o el arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa en su libro La mano que piensa. Al manipular una imagen simulada, «la mano normalmente selecciona las líneas de un conjunto determinado de símbolos que no tienen relación analógica (ni por consiguiente, manual o emocional) con el objeto», escribe Pallasmaa. El experto en tecnología Nicholas Carr abunda en todo ello en su libro Atrapados: Cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas:

Más allá de las especificaciones de la programación, el simple hecho de transferir trabajo a la pantalla conlleva profundos cambios de perspectiva. Se pone más hincapié en la abstracción y menos en la materialidad. Crece la capacidad calculadora; el compromiso sensorial se marchita. Lo preciso y lo explícito cobran precedencia sobre lo tentativo y lo ambiguo.

No aspira este texto a ser un pasquín ludita, y cabe puntualizar que estas críticas son las menos frente a las entusiastas alabanzas de la tecnología en el diseño, pero deberíamos prestarles debida atención no tanto para romper las máquinas como si fueran telares mecánicos, como para desarrollar un software cuyas prestaciones tengan en cuenta las presuntas habilidades que nos arrebata.
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¿Artesanía demodé?
Cuando las máquinas son capaces de producir objetos en serie sin mácula, la artesanía carece de sentido, salvo si el consumidor busca pagar un plus por el pintoresquismo inherente del objeto imperfectamente único. Cuando buscamos productividad y eficiencia, las manos no pueden estar involucradas en la producción.
El trabajo artesanal especializado debe dejar paso al trabajo de fábrica sin formación, a un tipo que no debe saber más que hacer siempre lo mismo, una operación simple, como denunciaba Adam Smith:

El hombre que pasa su vida entera realizando algunas operaciones simples, de las cuales los efectos son también, quizá, siempre los mismos, o muy parecidos, no tiene ocasión de ejercitar su entendimiento o su inventiva para encontrar remedios a las dificultades que nunca ocurren.

Pero aquí el tributo que pagamos no es la inteligencia. Si bien el trabajador moderno se ha convertido en algo así como los ingenieros de la película The Cube (nadie tiene visión de conjunto, todos operan como meros engranajes de una fuerza mayor), volver atrás en ese sentido equivaldría a que la creación de un simple tostador doméstico se convertiría en una empresa inabarcable por tiempo, precio y conocimientos requeridos. El tributo que pagamos es en forma de placer y destreza manual.
A pesar de que podamos comprar un mueble por poco dinero, también deberíamos encontrar tiempo para fabricar un mueble con nuestras propias manos. No solo porque ello tiene efectos cognitivamente mesurables en nuestro cerebro, sino porque produce un placer difícil de explicar que bien conocen los aficionados al bricolaje, e incluso los que deciden montar sus propios muebles tras recoger las piezas descabaladas en un IKEA. El espectacular éxito de etsy también está detrás de esta dinámica: la gente quiere hacer cosas, la gente quiere comprar cosas hechas a mano o exclusivas.
Nec manus nuda nec intellectus sibi permissus multum valet, decía Francis Bacon: ni mano ni intelecto valen mucho por sí mismos. Las manos y el cerebro están conectados íntimamente. Equilibrio, flexibilidad, velocidad, coordinación… todas las habilidades cinestésicas resultan fundamentales para la formación de nuestro cerebro. Cuando una persona domina un martillo o un cincel, su mano se transforma, en parte, en un martillo o un cincel, adquiriendo sus propiedades. El cerebro piensa como un martillo, un cincel, una pluma o cualquier otro objeto, y exigiéndole pensar como otra cosa, adquiere flexibilidad.
Estas reflexiones ya están a punto de convertirse en materia periclitada si atendemos al advenimiento inevitable de las impresoras en 3D. Todos dispondremos de fábricas en miniatura para concebir cualquier cosa diseñada a través de un ordenador. Nuestras manos se limitarán a apretar cuatro botones y a contemplar el proceso de fabricación. O no del todo. En aras de empoderarnos de nuevo de los beneficios de la fabricación individual sin sus menoscabos cognitivos, han surgido diversas iniciativas Do IT Yourself (DIY), y las impresoras 3D podrían en realidad catalizarlas. Siempre que se diseñe una interface que recuerde de dónde venimos y cómo es feliz nuestro cerebro: creando cosas con sus propias manos.
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Para hablar de los orígenes del DIY debemos remontarnos a julio de 1968, fecha de publicación del Catálogo de toda la Tierra (The Whole Earth Catalog, WEC). Seis páginas mimeografiadas concebidas por el biólogo de Stanford Stewart Brand. A pesar de que en un principio pudiera parecer un simple panfleto hippie, del irse a vivir a campo como Thoreau (Brand, además, era seguidor de Ken Kesey y miembro de los «Alegres Bromistas» que viajaban en una furgoneta psicodélica por Estados Unidos repartiendo LSD), el WEC era algo más, como bien explica el fundador de TED, Richard Saul Wurman:

Esto era un catálogo para hippies que ganó el National Book Award. Era un cambio de paradigma en la distribución de la información.

Porque Brand, además de hippie y amigo del autor de Alguien voló sobre el nido del cuco, fue también el inventor del término «ordenador personal». Brand no quería que volviéramos al pasado, sino que tomáramos las riendas del futuro para darle forma con nuestras propias manos, como alfareros digitales. Brand quería que fabricáramos las cosas en función de nuestra propia sensibilidad, de la forma más manual posible, pero sin prescindir de la tecnología. Brand era un caso anómalo, pues hibridaba cultura hippie con cultura tech (en el fondo, una suerte de principio de impresora 3D), sobre todo en una época en la que «los ordenadores eran el Gran Hermano», como decía Kevin Kelly, fundador de Wired. Peter H. Diamandis lo explica así en su libro Abundancia:

El maridaje que proponía Brand entre la confianza en uno mismo y la tecnología ayudó a convertir la innovación del «hazlo tú mismo» en una fuerza a favor de la abundancia.

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En consecuencia, los avances que hagamos en la fabricación de cosas no pueden dejar de lado la necesidad del ser humano de fabricar sus propias cosas, con sus propios defectos, en esas prendas de las mujeres indígenas mexicanas, los quechquémeles, una especie de capa de algodón bordada de colores, en los que siempre se introduce un pequeño error ex profeso, camuflado en la infinita trama, para no irritar a los dioses con su perfección.
 
Caligrafía mental

Recientemente, uno de los países punteros en materia de educación, Finlandia, anunciaba la jubilación de las clases de caligrafía tradicional, pasándose al teclado y a la letra de palo. De nuevo, nada que objetar en cuanto a eficiencia y productividad. Pero ¿qué tributo estamos pagando en esta ocasión?
Podríamos estar perdiendo determinada fluidez y musicalidad en nuestra prosa o, como se ha mencionado antes, una tendencia a dar por bueno un texto porque aparece demasiado límpido en pantalla. Varios son los autores que descubrieron, al venderse las primeras máquinas de escribir de la historia, que algo cambiaba en su forma de escribir, aunque ganaran en velocidad.
Le pasó a quien escribió la primera novela en máquina de escribir, Mark Twain, que, en 1874, adquirió una Remington por 125 dólares. Le pasó a T. S. Eliot. E incluso al Friedrich Nietzsche, según explica de nuevo Nicholas Carr en otro de sus libros, Superficiales, al transcribir las críticas de uno de los mejores amigos del filósofo, Henrich Köselitz:

La prosa de Nietzsche se había vuelto más estricta, más telegráfica. También poseía una contundencia nueva, como si la potencia de la máquina (su «hierro»), en virtud de algún misterioso mecanismo metafísico, se transmitiera a las palabras impresas de la página. «Hasta puede que este instrumento os alumbre un nuevo idioma», le escribió Köselitz en una carta, señalando que, en su propio trabajo, «mis pensamientos, los pensamientos musicales y los verbales, a menudo dependen de la calidad de la pluma y el papel». «Tenéis razón», le respondió Nietzsche. «Nuestros útiles de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos».

En definitiva, podemos usar la tecnología para mejorar, pero no olvidarnos de cómo esa tecnología puede mermar nuestras capacidades o, llanamente, hacernos sentir menos satisfechos con nosotros mismos.
Muchos pagarán, pagaremos, ese tributo. Pero estaría mejor que los nuevos avances en la creación de cosas, tanto materiales como inmateriales, tuvieran en cuenta que no somos máquinas, sino seres humanos, volubles y emocionales, y que, por tanto, en el futuro no podemos ser como Skynet, sino acaso como un cyborg; o (siguiendo con la analogía cinéfila) algo tirando a líquido, adaptable y multiforme como el T-1000 o el Be water, my friend de Bruce Lee.

Imágenes | Pixabay
Foto de portada: Shutterstock

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