En 1972, el célebre filósofo Peter Singer argumentó en su artículo Hambre, riqueza y moralidad que deberíamos tener obligaciones de beneficencia mucho más exigentes de lo que sugiere la moral común, al punto de donar casi todos nuestros ingresos excedentes a la caridad. Pero ¿esto realmente haría del mundo un lugar más próspero?
Conceptualmente, Singer plantea el siguiente escenario: en algún rincón remoto del planeta, un niño se enfrenta a la muerte por inanición. Salvarlo está a tu alcance, pues bastaría con renunciar a unas vacaciones de lujo que cuestan 3.000 euros y donar ese dinero a una organización benéfica. La mayoría de la gente no haría semejante sacrificio, aunque unas vacaciones de lujo entran claramente en la categoría de gasto superfluo. ¿Acaso no es más importante la vida de un niño que tus vacaciones?
Sin embargo, la diferencia en nuestra respuesta emocional entre este escenario y otro más inmediato es reveladora. Si viéramos a un niño ahogándose ante nuestros ojos, actuaríamos de inmediato, dejándolo todo para rescatarlo. Lo que sucede aquí es que leer sobre el sufrimiento distante de otros no desencadena la misma urgencia ni la misma compasión.
Las estadísticas no nos duelen en el corazón. Reaccionamos a las cosas que tenemos delante de nosotros de manera diferente a las que simplemente conocemos. Esto se debe a que nuestra psicología moral evolucionó para la interacción cara a cara en pequeños grupos, no para un mundo como el nuestro, en el que podemos cooperar con desconocidos de todo el mundo o influir en ellos.
Sin embargo, dice Singer, si bien puede haber una diferencia psicológica entre los dos casos, no hay ninguna diferencia moral. Si estamos comprometidos a salvar al niño que se está ahogando y que está frente a nosotros, también deberíamos comprometernos a salvar a cualquier niño que esté muriendo, aunque no se encuentre frente a nosotros.
¿A cuántos niños salvarías?
Otro problema, además de la distancia emocional, consiste en la cantidad de ayuda que podemos prestar.
Volvamos al escenario de un niño ahogándose. Ahora imaginemos que no es uno, sino miles, quizá millones de niños. Salvar a cada niño supone 3.000 euros. ¿A cuántos salvarías? Si piensas «Debo seguir salvando niños hasta el punto en que esté dispuesto a sacrificar algo de gran importancia moral», entonces estás comprometido con el Principio Singer. Y deberías, siguiendo este razonamiento, regalar la mayor parte de tus ingresos.
Países como Japón, Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán se han convertido en economías prósperas; tanto, que el ciudadano promedio de Singapur supera en riqueza al estadounidense promedio. Según Singer, los japoneses, coreanos y demás tienen ahora la obligación moral de donar sus excedentes económicos. Pero entonces aflora una pregunta intrigante: ¿cómo es posible que estas naciones, que hasta hace poco eran receptoras de ayuda, hayan pasado a formar parte del grupo que Singer considera obligado a dar ayuda?
La respuesta no radica en que Japón o Corea dejaran de necesitar ayuda porque sus ciudadanos o el mundo adoptaran los principios de Singer. Más bien, se enriquecieron porque los ignoraron.
Durante los últimos 60 años, las economías ya ricas compraron de estas naciones bienes que, desde un punto de vista moral, podrían considerarse superfluos, como los son nuestras vacaciones de lujo por 3.000 euros: juguetes, radios, consolas de videojuegos, teléfonos inteligentes, automóviles y una larga lista de productos electrónicos de lujo.
Sin embargo, el resultado no fue la perpetuación de la miseria en estas regiones mientras fabricaban baratijas sin importancia. Por el contrario, la demanda de estos bienes conspicuos transformó sus economías, erradicó la pobreza y permitió que sus habitantes se unieran al círculo de los más prósperos del mundo.
Hoy, China avanza hacia la categoría de país de ingresos medios. Aunque aún persisten regiones sumidas en la pobreza, muchas otras han alcanzado un notable nivel de prosperidad. Sin embargo, esta transformación no comenzó hasta que China emprendió un proceso de liberalización económica parcial y, simultáneamente, estadounidenses y otras nacionalidades empezaron a consumir en masa bienes considerados lujos superfluos y moralmente insignificantes provenientes de China. Fue precisamente esta dinámica —la combinación de apertura económica y demanda global de productos no esenciales— lo que permitió a China iniciar su camino hacia la superación de la pobreza extrema.
Cómo ayudar a otros países
La historia ofrece algunos casos en los que la ayuda de los países más ricos evitó el colapso inmediato o el caos total en naciones en crisis. Sin embargo, no existe un solo ejemplo de un país que haya logrado un crecimiento sostenido capaz de erradicar la pobreza como consecuencia directa de esa ayuda.
En cambio, todos los países que hoy gozan de prosperidad alcanzaron su riqueza participando activamente en la economía de mercado global, produciendo bienes y servicios deseados por otros a precios competitivos. Lo que históricamente ha erradicado la pobreza extrema no es simplemente transferir recursos a los más pobres, sino canalizarlos hacia las dinámicas de comercio y producción que Singer descalifica como moralmente cuestionables y que quisiera abolir. Es precisamente este comercio, tan vilipendiado, el que ha demostrado ser el motor real del desarrollo económico.
Cómo ayudar a otras personas: el gran rompecabezas
Observamos un mundo donde algunos disfrutan de una vida cómoda mientras otros luchan por sobrevivir. Vemos abundancia en un lado y carencia en otro. La solución parece evidente: una mejor redistribución de la riqueza e ingresos podría resolver el problema.
A simple vista, parece fácil. Como explica Jason Brenan en su libro Why It’s OK to Want to Be Rich, bastaría con transferir mágicamente 15 centavos al día (54,75 dólares al año) de cada adulto en Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania a cada persona que vive en la pobreza extrema y esta desaparecería por completo.
Quizá sea realmente así de sencillo, y la única explicación sea que somos increíblemente egoístas o irremediablemente insensatos. Sin embargo, hay un dato que complica esta conclusión: entre el 25% de los estadounidenses que detallan sus declaraciones de impuestos, la donación promedio a causas benéficas supera los 1.000 dólares anuales. Esto sugiere que no somos tan insensibles como podría parecer. Tal vez el problema no sea la falta de voluntad, sino una extraña incapacidad para dirigir nuestros recursos de manera efectiva. En nuestra búsqueda por erradicar la pobreza mundial, quizás no seamos tan egoístas, sino que simplemente estemos desorientados a propósito del funcionamiento de la economía.
En un análisis exhaustivo de la literatura empírica sobre la ayuda exterior, Hristos Doucouliagos y Martin Paldam concluyen que, tras cuatro décadas de asistencia al desarrollo, la evidencia sugiere que esta no ha sido efectiva.
La investigación indica que la ayuda tiende a ser más perjudicial que beneficiosa. Los economistas señalan que, en países con instituciones sólidas, la ayuda puede generar beneficios modestos; sin embargo, en naciones con instituciones débiles, suele empeorar la situación. Esto implica que las poblaciones más necesitadas, que suelen residir en países con estructuras institucionales deficientes, son las menos propensas a beneficiarse de la ayuda.
Estos países suelen estar gobernados por élites que se mantienen en el poder extrayendo recursos de sus territorios y poblaciones. Cuando los gobernantes obtienen sus ingresos mediante la explotación de sus ciudadanos, el envío de más dinero incrementa las recompensas asociadas al poder. La ayuda exterior puede perpetuar gobiernos ineficaces al permitirles sostenerse sin el apoyo genuino de sus ciudadanos. Además, fomenta la competencia entre facciones internas por el control de los recursos provenientes de la ayuda.
Desde una perspectiva teórica, dirigir la ayuda directamente a quienes la necesitan puede parecer sencillo; sin embargo, en la práctica, resulta sumamente complejo. Las dinámicas políticas y sociales de los países receptores complican la distribución efectiva de la asistencia, a menudo desviándola de sus objetivos originales y reduciendo su impacto positivo.
Los países se enriquecen cuando tienen buenas instituciones, instituciones que facilitan la cooperación, desalientan el saqueo y alientan las inversiones a largo plazo en capital humano y físico. No sabemos cómo inducir a los países a adoptar esas instituciones, pero sí sabemos que arrojarles miles de millones de dólares nunca ha funcionado.
Si volvemos al ejemplo de Singer sobre salvar a un niño que se ahoga, la compasión que impulsa a intervenir es indiscutible. Pero la acción eficaz requiere algo más que buenas intenciones. En el ámbito global, salvar a «ese niño» no es tan sencillo como extender la mano; implica un entendimiento profundo de las estructuras que ahogan a millones.
Sin ese conocimiento, los esfuerzos bienintencionados, como el dinero lanzado al agua, se diluyen sin alcanzar su objetivo. La verdadera pregunta no es cuánto estamos dispuestos a dar, sino cómo podemos garantizar que nuestras acciones produzcan un impacto real y duradero. Y, por lo que sabemos, optar por darse el capricho de unas vacaciones de lujo por 3.000 euros es algo que puede ser bueno no solo para ti, sino para todos.