Los feos siempre han protagonizado, a mi juicio, algunas de las escenas más conmovedoras de la historia del cine. Quizá porque yo también soy un poco feo y me siento profundamente identificado con ellos. Pero más allá de cuestiones emocionales, dichas escenas también invitan a la reflexión profunda. De lo que somos, de cómo valoramos a los demás y de si existe una alternativa mejor dado el estado actual de las cosas. ¿Podemos desvincularnos de nuestras raíces biológicas a la hora de relacionarnos con la belleza del prójimo?
Si continuamos fijándonos en la historia del cine, la respuesta es un rotundo no. El hombre elefante no sale muy bien parado. Y si bien a Esmeralda no le importa la joroba de Quasimodo o Shrek sigue amando a Fionna a pesar de que se convierte en un ogro, al final el jorobado no termina nada bien, y Fionna, como ogro, no es precisamente fea, sino entrañable y hasta achuchable. En La Bella y la Bestia se intenta trasmitir que la belleza reside en el interior, pero la Bestia también acaba convertido en un príncipe guapo. Si besas a la rana, se transforma en príncipe.
Algunas personas también aducen que para ellos el físico no es tan importante como el mobiliario cerebral o la conexión, la química de tête à tête. Sin embargo, muy pocos (por no decir nadie) sería capaz de mantener una relación romántica o sexual con alguien cuya fealdad resulte repugnante. Por ejemplo, un rostro lleno de pústulas. Es un caso límite, pero pone en evidencia que, en realidad, siempre existe una línea acerca de la belleza de una persona que no estamos dispuestos a cruzar. Es algo visceral, instintivo, atávico.
Las personas de rostros asimétricos pueden tener demasiados errores en su ADN y las pústulas u otros defectos evidentes podrían sugerir alguna enfermedad heredable para nuestros vástagos. Según la psicología evolutiva, los hijos nacidos de uniones entre individuos de rostros asimétricos o enfermos tenían menor probabilidad de sobrevivir. Los que sobrevivieron, de los que ahora somos descendientes, son aquellos que se cuidaban de escoger a su pareja sexual en función de la asimetría y la limpieza en la dermis. Los asquerosamente superficiales.
No importa lo que opinemos sobre la belleza o la fealdad. Ni siquiera que existan personas que adoren la fealdad o se refocilen en el arte grotesco, como André Breton, que atacaba la distinción entre bello y feo, bien y mal, verdadero y falso en Segundo manifiesto. Si bien existen incluso fetichistas, esa práctica metonímica del sexo que consiste en excitarse del todo con la parte (a veces asimétrica), el hecho incuestionable es que hay personas más atractivas que otras, y que también hay personas feas, más feas que Picio, no tan feas como un monstruo del horror de Lovecraft, pero casi.
Obviamente, el dinero, el poder, e incluso atributos como el sentido del humor pueden hacer a una persona más o menos deseable. Pero la belleza «tiende a definir en gran parte nuestro lugar en la jerarquía social y nuestro potencia de apareamiento selectivo», en palabras de Dan Ariely, profesor de Psicología y Economía del Comportamiento de la Universidad de Duke, en su libro Las ventajas del deseo.
LAS ESTRATEGIAS DEL FEO
Cuando una persona no es particularmente atractiva físicamente puede adoptar tres estrategias adaptativas.
La primera: adecuar los ideales estéticos a sus posibilidades. Es decir, dado que una persona poco agraciada difícilmente se emparejará con alguien mucho más atractivo (hablamos en términos generales), el sujeto apreciará más la belleza de personas que posean su nivel de belleza, despreciando las bellezas insultantemente fotogénicas de, por ejemplo, las estrellas de Hollywood. ¿Cuántas veces hemos oído lo de «pues tiene una nariz muy fea» al referirnos a famosos que parecen haber sido esculpidos por Praxíteles?
La segunda: considerar en mayor medida otros atributos. Por ejemplo, aunque en general los calvos y bajitos tienen menos éxito social, podemos llegar a estar con un calvo y bajo porque nos fijamos en otras cualidades, como su personalidad, su inteligencia o su sentido del humor. O si aparca un jaguar en el garaje.
La tercera: no nos adaptamos a las limitaciones de nuestra belleza en relación a los demás, no aceptamos tener parejas feas, y siempre estamos frustrados porque no logramos mejorar nuestro nivel de belleza. Ello conduce a una constante insatisfacción, ya sea porque nunca se logra la pareja estupenda a la que se aspira, o porque siempre se siente que se merece algo mejor estando con una pareja poco agraciada.
En ese sentido, a las mujeres les resulta más fácil reconsiderar otros atributos de los hombres y ajustar su atracción en función de ellos. Los hombres, por el contrario, suelen ser más inflexibles una vez otorgada una puntuación de belleza. En una primera cita, las mujeres pueden estar sonriendo como si se hubieran colocado pinzas de tender en los pómulos, todo calcio blanco, a la vez que valoran con un 2 o un 3 sobre 10 a su interlocutor del sexo contrario.
Los hombres también son capaces de disimular su desagrado a la hora de puntuar. Pero la diferencia llega poco después. No importa si el hombre que tienen delante posee una nariz perfectamente simétrica, propia de un catálogo de narices, como encajada allí por orfebres clásicos, o que los ojos sean océanos insondables, o que el mentón sirva como sustituto de un cascanueces. Si, tras una pequeña conversación, el tipo en cuestión resulta un cenutrio o no tiene aficiones o intereses parejos a la mujer, esta puntuará más bajo la siguiente vez. Y si el hombre era calvo y un poco Anacleto, tampoco tendrá problema en puntuarle más alto si, por ejemplo, resulta que también le gusta el teatro e incluso acude a clases de arte dramático como hobbie.
Por el contrario, si el hombre puntuó con un 9, o un 3, así se quedarán las evaluaciones, con un nueve o un tres, con independencia de que sea una rubia tonta o una rubia que parece casi una discípula de Marie Curie. Naturalmente, es solo un promedio. También hay hombres que varían sus puntuaciones en función de factores ajenos a la belleza. Es importante la clase social, la religión, la voz, la conversación. Porque las similitudes nos resultan seductoras, como escribió Helen Fisher, antropóloga, bióloga e investigadora del comportamiento humano en la Universidad Rutgers, en un capítulo de The New Psychology of Love:
La mayoría de los hombres y mujeres se enamoran de individuos con los mismos antecedentes étnicos, sociales, religiosos, educativos y económicos, de quienes tienen un atractivo físico similar, una inteligencia equiparable, actitudes y expectativas, valores e intereses semejantes, y destrezas sociales y de comunicación análogas.
Estas estrategias se ponen también en evidencia en páginas de contactos en Internet. En un estudio realizado en hotornothot.com por George Loewenstein y Dan Ariely ofreció una información interesante acerca de cómo nos condiciona nuestra propia belleza para valorar la ajena. En la página se puede puntuar las fotos de los demás del 1 al 10, pero lo más relevante es que los demás también te puntúan a ti. De este modo, se puede saber cómo puntúan los que son considerados por los demás como más atractivos.
Los resultados fueron que la mayoría de la gente estaba bastante de acuerdo acerca de quienes eran atractivos y quienes no, lo que sugería que incluso los menos atractivos tenían claro quienes eran agraciados, y no habían alterado su percepción estética (la primera estrategia de las anteriormente mencionadas).
Otra opción de la página permite avisar a la persona enjuiciada estéticamente si quiere aceptar un diálogo o un encuentro. Esta función puede servir para averiguar hasta cierto punto si el enjuiciador estético es consciente de sus propias limitaciones estéticas: por ejemplo, evitando cortejar a potenciales parejas muy codiciadas por su belleza. Si aspira a esas mujeres podría deducirse que el enjuiciador no repara en sus defectos físicos o que al menos estos no influyen en sus decisiones. Tal y como concluye el propio Dan Ariely en su libro Las ventajas del deseo, los usuarios menos atractivos eran conscientes de esa falta de atractivo pero ello no influía en la percepción de la belleza de los demás. Lo que sí ocurría es que esa falta de belleza afectaba a las elecciones que hacían.
Los datos sugieren que, aunque nuestro propio nivel de atractivo no cambia nuestros gustos estéticos, sí tiene una gran importancia en nuestras prioridades. Dicho de otro modo, las personas menos atractivas aprenden a valorar más los atributos espirituales.
Otra interpretación de los resultados podría ser que los individuos poco agraciados físicamente cultivan intereses menos superficiales por norma general, y viceversa. Como lo que ocurre el capítulo 15 de la tercera temporada de la serie de televisión Rockefeller Plaza, titulado La burbuja, donde un tipo es tan guapo que nadie le dice que no sabe hacer nada bien, siendo así ingenuamente feliz en su ineptitud.
Todos tenemos virtudes y defectos, y todos potenciamos las virtudes y minimizamos los defectos. Cuando una persona se arregla y aduce que lo hace por ella misma, da la casualidad de que su decisión coincide con el juicio estético generalizado, lo que viene a decir que en realidad lo hace para sentirse bien por ella misma, en efecto, pero a través de la aceptación de los demás.
En uno de tantos estrambóticos estudios del científico victoriano Francis Galton, concibió una suerte de mapa de la belleza de toda Gran Bretaña, a fin de determinar dónde vivían los británicos más atractivos y los más feos. Londres era el mejor sitio, Aberdeen, el peor. Afortunadamente, no existen mapas de la belleza. No hay catalogaciones públicas de las personas más guapas y feas, a no ser que un grupo de personas decida voluntariamente ser juzgado bajo ese baremo, como es el caso de los concursos de misses. Sin embargo, preferimos a gente de nuestro propio país, de nuestra etnia, de nuestro segmento de edad. Preferimos la belleza a la fealdad. El buen sabor de la comida al malo. La salud a la enfermedad.
Todos estas selecciones no son ni buenas ni malas per se, pero ser conscientes sobre ellas nos permitirían no dejarnos influir totalmente por las mismas. Ello no le quita la magia al asunto, al igual que un endocrinólogo no le quita la magia al acto de comer: más bien al contrario, puede mejorar las técnicas gastronómicas.
Sabemos, tras un análisis racional, que la belleza no está asociada a la bondad, o que nuestra pareja debería poseer muchas cualidades, entre las que la belleza probablemente no sea un rasgo relevante a largo plazo (sobre todo porque se degrada con el tiempo y no siempre tenemos intención de intercambiar segmentos de ADN con nuestra pareja). Pero actuamos bajo el piloto automático de la belleza, somos víctimas de sesgos y prejuicios, herederos de la psicología de nuestros antepasados. Los feos, en definitiva, lo tienen más difícil. Y este texto me sirve, por un lado, para denunciar esta situación a la vez que vendo otros atributos míos que acaso logren eclipsar, al menos un poco, mi fealdad.
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