Quiero vivir en el siglo XIX

21 de septiembre de 2014
21 de septiembre de 2014
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Hagamos un ejercicio de nostalgia. Cuando Sir Arthur Conan Doyle escribió El mundo perdido, probablemente la novela más apasionante jamás concebida acerca de la posibilidad de que aún existan dinosaurios sobre la Tierra, él mismo pertenecía a varias sociedades como la Royal Society o la National Geographic Society que potenciaban y financiaban expediciones y aventuras para delimitar un mundo que todavía parecía inabarcable.
Google Earth es muy excitante, pero de algún modo traiciona el espíritu de la aventura. Ya no podemos suponer que hay una ciudad precolombina funcionando bajo la bóveda de las selvas del Yucatán.
El único territorio sin explorar que todavía prevalece no es una región sino las profundidades oceánicas. Bien es cierto que quedan regiones vírgenes sin investigar en la Amazonia y en la Orinoquia, en América. Y en Papúa–Nueva Guinea en el sudeste asiático. Pero África, la ensoñación aventurera por antonomasia, con las búsqueda de las Fuentes del Nilo por parte del intrépido Burton…, ya está cartografiada y clasificada.
Y ¿qué decir de los avances técnicos? Mucho se prosperó en todo durante el XIX, sin el concurso siquiera de la electricidad, que no comenzó a ser amaestrada hasta los últimos años del siglo.
Todo era posible en el XIX. En el XX las dos grandes guerras fratricidas nos arrojaron a la cara el lado oscuro del progreso y, cuando el milenio agonizaba, Internet ya se abría paso como un cachorro increíblemente bien dotado y listo para evolucionar hasta límites que todavía ni siquiera intuimos.
Respecto a la deliciosa y ambigua moral decimonónica, fueron sus mimbres los que inspiraron a Oscar Wilde las atmósferas de El retrato de Dorian Gray o de sus retorcidos y suculentos relatos.
Los escotes de las damas en las fiestas de la alta sociedad adornados con suntuosos collares, sus peinados imposibles, el fru-fru de las telas de sus faldas o la severidad de sus corsés, que habían de vestirse con la ayuda de solícitas doncellas, todo ello conformaba un universo onírico a la luz de las bujías y de las grandes lámparas de cristal que albergaban cientos, acaso miles, de velas en las ocasiones especiales. Y la música, siempre en directo, siempre en vivo. Spotify no se puede comparar con un cuarteto de cuerda interpretando para nosotros nuestras piezas favoritas en el salón mientras los caballeros hablan de negocios y dan profundas caladas a sus enormes cigarros. Algunos se atusan los bigotes, otros consultan distraídamente sus relojes de cadena…
Salir después de la fiesta con nuestra dama tomada del brazo y llamar a un coche de punto, cuyo cochero solícito se apresura a abrirnos la portezuela lateral para después encaramarse al pescante, descargar un latigazo a los caballos y llevarnos raudos a la luz de los faroles de gas hasta las afueras de la ciudad, donde se yergue nuestra residencia y donde los lacayos nos esperan. Han preparado un baño de agua caliente, pues saben que nos gusta retozar juntos antes de entregarnos a los placeres menos decimonónicos…
¡Ah, qué noches las de aquel siglo!

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