Entre VHS polvorientos, una Pepsi a medio gas y un Gremlin mirándome desde el televisor, aprendí a amar el miedo. Cada Halloween, allá por el 2000, mis amigas y yo montábamos una maratón de películas de terror como si fuera un ritual pagano: La matanza de Texas, Viernes 13, Scary Movie, El grito… Pero la que me cambió la vida fue El exorcista. Desde entonces, escucho Tubular Bells y se me eriza el alma. Ni me atreví a ilustrarla. Hay cosas con las que una no juega.
De niñas ya dábamos señales: si te fascinaban Los Goonies y te parecía adorable Chucky, el destino te guiaba hacia lo macabro. Con el tiempo, los sustos dejaron de asustar y empezaron a hacer gracia. Hoy en día, cuando voy al cine con amigos igual de curtidos, nos reímos a carcajada limpia mientras otros se tapan los ojos. La última fue Anabelle, que jartá a reír. Tenemos el miedo tan entrenado que ya rara vez lo notamos.
Creo que aquellas películas marcaron un antes y un después. No solo en el cine de terror, sino en una generación que aprendió a disfrutar del miedo como si fuera una aventura. Hubo un bum de sustos, sangre y cámaras temblorosas que nos hizo amar lo oscuro desde el sofá del salón.

Y si hablo de The Ring, tengo que hacer reverencia. Esa cinta fue un antes y un después, literalmente. Mi amiga Diana y yo íbamos cada fin de semana al videoclub a por terror del bueno, pero The Ring nos obsesionó. Le dimos tantas vueltas a las teorías que casi acabamos invocando a Samara sin querer, y creíamos que el teléfono nos iba a sonar diciendo: «7 dias». Lo más gracioso es que mi hermana pequeña, con apenas cuatro años, la vio con nosotras. Se asustó, sí, pero hablaba de «la niña del pozo» con una calma inquietante. Hoy trabaja de ayudante de forense. Sin comentarios.
Ahora miro atrás y pienso que aquellas películas no solo nos asustaron: nos formaron el gusto. Quizá el verdadero truco era ese: que el miedo no era miedo, era compañía.
Y, de algún modo, entre sustos y risas quedaron atrapados muchos de mis recuerdos más bonitos de la adolescencia, esos que todavía son ritual y huelen a palomitas y noches en vela.






