La tía Pepi nunca fue una mujer austera, así lo demostraban sus lujosos vestidos y las estrambóticas joyas con las que se adornaba. Soltera y sin hijos, sus numerosos sobrinos se disputaban su favor esperando llevarse un pellizco mayor en el reparto de su herencia, cuando, Dios quisiera que fuera muy tarde, la tía falleciera, sospechando que esta sería cuantiosa.
«¡Cómo nos gusta tu outlook, tía!», «¡Qué superfashion vienes hoy!», «¡Ese outfit de pailletes te queda de lujo!», le decían. Cuando por fin llegó el fatídico día de su muerte, todos los sobrinos acudieron puntualísimos a la cita con el notario que debía leerles el testamento de su tía. La decepción fue tremenda: los vestidos eran puras imitaciones, las joyas eran bisutería barata, aunque muy lograda, eso sí, y, para colmo, solo telarañas en la cuenta corriente. Cuando el marmolista preguntó a los herederos si en la lápida de la tía Pepi debía figurar algún epitafio, todos estuvieron de acuerdo en cuál debería ser: «Mucho ruido y pocas nueces», respondieron con desprecio.