Cada país tiene su historia y cada historia, sus protagonistas. Las más complicadas, aquellas que se extienden en el tiempo y evolucionan con el pasar de los años, suelen tener narradores de oratoria errática, con memorias erosionadas por los años y discursos de empaque anacrónico. Son historias difíciles de escuchar.
En la Rumanía rural, la historia preferida por padres y abuelos es la de los años dorados de la industrialización. Cuando las fábricas crecían con la profusión de la mala hierba y las minas se hundían en la tierra, cada vez más profundas, más ramificadas, como si las hicieran enormes gusanos hambrientos. «Cuando hablas con gente mayor, la conversación siempre acaba derivando hacia lo grande que era Rumanía, lo importante que era su industria», reconoce Loana Cirli. «La mayoría de la gente joven no está interesada en este tipo de historias», continúa, «pero yo sí, y estoy intentando comprenderlas».
Cirli tiene una mirada curiosa y un compromiso extremo. Cansada del ritmo frenético del fotoperiodismo, decidió abandonar Bucarest para recorrer junto a su novio, Marin Raica, los parajes fantasmales de la Rumanía posindustrial. Eso sucedió hace casi dos años. En el momento de realizar esta entrevista, la pareja lleva poco más de un mes en la capital rumana y ya está planeando su siguiente viaje.
«Aún tenemos una lista con sitios a los que nos gustaría ir, cosas que querríamos fotografiar», justifica. Cirli y Raica ya han tachado 16 pueblos de su lista. Con ellos han dado forma a un proyecto inconcluso, Post Industrial Stories, que pretende retratar la Rumanía perdida, aquella de la que viejos y nostálgicos no paran de hablar, aquella que ha sido olvidada por las nuevas generaciones.
Durante el régimen de Ceaucescu se construía mucho, más de lo que la gente necesitaba, más de lo que la economía podía sostener. Era un alocado viaje a ninguna parte, una carrera en pos de la industrialización, costara lo que costara. El precio se tasó con la caída del régimen, cuando la deuda insostenible hizo que se cerraran las minas y fábricas que fueran prescindibles. La gran mayoría. Los mineros y trabajadores, retratados durante años como los héroes de una nación orgullosa, se convirtieron en la encarnación de un país en ruinas. Fueron abandonados a su suerte, calmados con programas de reconversión que no han acabado de llegar. Palabras amables que adornan un paraje desolador. Los jóvenes se van a la ciudad, las mujeres marchan a países de la Europa Occidental a cuidar ancianos y enviar dinero. Y la vida sigue.
«No queríamos retratar a ancianas tristes y niños pobres, no queríamos caer en los clichés de esta historia», defiende Cirli. «Lo cierto es que, cuando lo vives desde dentro, no es tan dramático como cuando lo ves en la televisión. La gente sigue con sus vidas», reflexiona. Es cierto que hay pobreza, es cierto que yace mucha injusticia en la realidad costumbrista que refleja su trabajo. Pero también hay vida, una especie de positivismo resignado, de pragmatismo vital.
Raica y Cirli alquilaron su apartamento hace dos años y emprendieron un viaje que aún no ha concluido. Con el dinero de su alquiler y el que arañan de distintos trabajos y encargos, han podido llevar una vida nómada, recorrer pueblos vacíos y minas abandonadas, alquilar pequeños apartamentos y llegar a conocer a los protagonistas de sus historias, mezclándose con ellos. El viaje ha sido físico y personal. Se han sumergido en una realidad que conocían de soslayo y han convivido con personas con un bagaje muy distinto al suyo. Para Cirli es además un viaje de descubrimiento: su propio padre trabajaba en una fábrica y perdió su trabajo con la llegada de la democracia. «Creo que está orgulloso de lo que estoy haciendo», concede Cirli, en un tímido amago de vanidad que destierra rápidamente para hablar de lo que realmente le importa, de las historias posindustriales.
Cuando echa la vista atrás y ve el camino recorrido, Cirli recuerda a Juju, un hombre de estética desaliñada y verborrea incontenible en cuya mente la fantasía y la realidad tienden a converger de manera natural. Juju fue un intelectual duramente perseguido por el régimen comunista que optó por el destierro voluntario antes de ser apresado por la dictadura. Cuando el mundo dejó de parecerle tan grande y sus misterios se convirtieron en cotidianos, Juju regresó a su patria y decidió esconderse en el último lugar donde la policía de Ceaucescu iría a buscarle, las minas de oro de Anina.
Contrataban a mucha gente y no pedían ningún tipo de documentación. Además, los mineros eran los héroes de la nación, nadie buscaría a un disidente entre sus filas, y menos en un remoto pueblo de los Cárpatos del sur. Juju resultó estar en lo cierto y acabó trabajando en la mina hasta que se cerró, en 2007. Hoy es el guardián de sus restos. Vive en una pequeña casa en la entrada de la mina. Cuida de que ningún ratero intente adentrarse en sus túneles. Vigila con celo una mina de oro en la que lo único dorado es su pasado, protagonista de la historia preferida de los padres y abuelos de Rumanía, la historia posindustrial.