El camino al más allá es recto y largo, muy largo. Casi tan largo como solitario. Por no haber, no hay ni gasolineras en esta Ruta Estatal 375. La más cercana, a 80 kilómetros. Nadie dijo que llegar a la otra dimensión fuera sencillo. Ni que había que ir en coche. Lo de la levitación y el abandono del cuerpo aquí no es posible. Si uno quiere llegar a Rachel, en pleno desierto de Nevada, tiene que hacerlo en alma, pero también de cuerpo presente, y, a ser posible, conduciendo.
Sí, el más allá no es algo etéreo. Está a dos horas y media al norte de Las Vegas. Pura frivolidad. Para llegar hay que estar descansado. La carretera es tan monótona que, a poco que te descuides, corres el riesgo de quedarte dormido al volante y llegar al más allá, pero al otro. Hasta hace unos años, Rachel se llamaba Sandy (arenoso, en inglés). Sobran los motivos.
Este pequeño pueblo de poco más de cinco casas fijas y algunas más móviles está en el corazón de la llamada Área 51, un campo de entrenamiento de la Fuerza Aérea de EEUU que durante muchos años fue uno de los lugares más misteriosos de la tierra. El sitio, terreno abonado para la ficción, está inexorablemente unido a los ovnis en este campo y al nombre de Bob Lazar en el de la realidad.
A pesar de sus escasas cinco casas fijas y de una población que probablemente no supera los 40 habitantes en sus días más populares, Rachel tiene página web. Sí. También una iglesia Baptista, una tienda de souvenirs y cafetería que solo cierra el día de navidad y un museo alienígena con imágenes y reproducciones de criaturas en las que seguramente a Spielberg le habría venido fenomenal inspirarse para hacer su ET aún más perfecto.
A la entrada del pueblo —por llamar de alguna manera a estas casas que levantaron aquí un grupo de granjeros en los años 60— un cartel advierte al visitante: «Bienvenidos a Rachel, Nevada. Población humana: Sí. Aliens: ???».
Joe y Pat Travis, los dueños del restaurante Little A’Le’Inn, le deben mucho a su visión para los negocios, pero, sobre todo, a Bob Lazar, el hombre que convirtió este lugar en el centro de peregrinación mundial para todo el que quiera avistar ovnis.
Todo comenzó en la década de los 50. Fue entonces cuando se supo por primera vez de la existencia de una base del ejército de EEUU en el desierto de Nevada donde, supuestamente, se hacían pruebas militares. Su espacio aéreo era (y es aún) inviolable, y pobre del que se atreviera a flanquear los accesos porque sería tiroteado al instante.
Quienes trabajaban dentro tenían que hacer un juramento de confidencialidad para el resto de su vida. El lugar era tan secretísimo que hasta casi estaba prohibido pensar siquiera en él después de dejar el recinto. Solo los más discretos, los que preferían la tortura antes que soltar prenda sobre aquel sitio, podían entrar a trabajar en él.
Pero, como pasa siempre en estos casos, un día se coló un incontinente verbal. Y lo soltó todo. Podías creértelo o no, pero soltó una retahíla de datos tan impactantes para el mundo de la ufología que muchos decidieron que había que creérselos.
Era Lazar, un ingeniero que juró hasta en arameo que nunca hablaría de nada de lo que viera o hiciera allí. Trabajó durante unos meses en el área 51 hasta que le echaron por irse por las noches con sus amigos a los alrededores de la zona restringida a ver ovnis. Un día lo descubrieron y, cómo no, le dijeron que allí no entraba más.
Bob decidió convertirse en la primera persona de la historia que iba a hablar en público de lo que había vivido allí dentro y concedió una entrevista a una televisión a la que dio su testimonio con la cara distorsionada. Pero lo dijo todo. Contó que allí dentro había tocado un ovni con sus propias manos antes de que su jefe le diera un manotazo, que estaba hecho de un material nunca visto antes, que no tenía ensamblaje, ni tornillos ni soldaduras. Dijo que había una pista de nueve kilómetros y que allí se hacían experimentos con aeronaves avanzadas.
El Pentágono ni confirmó ni desmintió, pero amplió las lindes del área 51 para que se viera menos desde fuera. Y entonces llegó el folclore.
La voz se corrió por todo el mundo, que se apresuró a viajar a la zona para ver a los seres del más allá cara a cara. Y se abrió el museo. Joe y Pat Travis inauguraron un restaurante-bar-motel donde hay que estar realmente muy cansado para querer pasar una noche, a menos que seas de corazón fuerte.
El restaurante está repleto de fotos de avistamientos, de platillos volantes (todos de formas semejantes sobrevolando los cielos del planeta), fotos de extraterrestres de ojos negros tamaño XXL, reproducciones de seres de otros mundos tamaño natural —entendiendo por tamaño natural la altura de un niño de seis o siete años— y las fotos de Bob Lazar, el hombre que lo confesó todo, pero de quien ninguna universidad conocida tiene referencias. ¿No fue nunca a alguna o la CIA borró todas sus huellas? Ahí queda la incógnita.
No importa. Del techo del Little A’Le’Inn cuelgan miles de billetes de un dólar que van dejando los visitantes, lo que da una idea del número de turistas que llegan a la zona. En el parking del pueblo, junto a la gran maqueta de una nave espacial que cuelga de un camión grúa, las autocaravanas se acumulan al caer la noche a la espera de que aparezca alguna luz en el horizonte.
Cuando se desclasificaron algunos documentos sobre los modelos de aviones espía que se habían probado y desarrollado en el área 51 y se supo que el avión furtivo de ataque estadounidense F-117 fue probado allí, más de uno se quedó pensando si aquello no sería lo que aparecía en el cielo al caer la tarde. No en vano, uno de los modelos, el Nighthawk, era nocturno. Es negro, de aspecto siniestro, de forma triangular y muy brillante. Lo más parecido en la Tierra a un ovni.
Hay teorías que indican que el gobierno de EEUU está permitiendo explícitamente tratos con extraterrestres a cambio de tecnología. De momento, Joe y Pat siguen sirviendo hamburguesas a los turistas y las casas móviles de Rachel continúan siendo eso, móviles, porque lo cierto es que, por muchos ovnis que se avisten, a muy pocos les apetece quedarse en el más allá (antes de tiempo).