Las palabras son hojas de doble filo. Sirven para acercarnos los unos a los otros, pero también para destruir los nexos ya existentes.
Por eso se habla de la palabra mal dicha, o dicha a destiempo, o dicha de más…
Las palabras crispan o resuelven según el caso y la cosa. Depende tanto de lo acertado de las mismas como de la actitud, los prejuicios o los intereses de los interlocutores.
Porque no existe texto sin contexto. Todo está en función de quién habla y a quién se le habla. Pero también de cómo se habla, pues las palabras pueden fallar en su objetivo debido a que, como un arma, apuntan demasiado bajo o demasiado alto.
En ambos casos, las palabras pierden su natural eficacia. Porque en el primero resultan obvias y en el segundo, ininteligibles. Por eso unas nos repelen y las otras nos rechazan.
El caso más chocante se da en las palabras ininteligibles pronunciadas por personas sobradamente inteligentes. Ejemplos hay muchos. Pero por poner solo uno, hablemos de Gastón Bachelard.
En su libro La formación del espíritu científico, una de las grandes obras sobre este tema, Bachelard habla del obstáculo sustancialista en los siguientes términos:
«El obstáculo sustancialista, como todos los obstáculos epistemológicos, es polimorfo. Se compone de la reunión de las intuiciones más alejadas y hasta las más opuestas. Por una tendencia casi natural, el espíritu precientífico centra sobre un objeto todos los conocimientos en los que ese objeto desempeña un papel, sin preocuparse por las jerarquías de los papeles empíricos».
No continúo con la cita porque la cosa va a peor. ¿Cómo es esto posible? ¿Por qué un hombre de la inteligencia de Bachelard no se da cuenta de que escribe un texto que casi nadie puede comprender?
El tema no tendría mayor importancia si lo que este autor pretende contarnos fuera irrelevante. Pero se trata de una mente prodigiosa que orienta gran parte de su obra hacia una minoría tan exigua que impide que su pensamiento sea realmente transformador.
Y esa es la cuestión de fondo. Lo ininteligible convierte lo lúcido en oscuro sin importar la profundidad o la importancia de la idea planteada.
Es cierto que resulta mucho más difícil expresar pensamientos que contar historias. Pero también lo es que los novelistas se esfuerzan en que sus textos sean comprendidos por todo el público y no solo por una minoría exquisita. Es algo que está en su ADN, mientras que hay determinados intelectuales que no se reprimen a la hora de distanciarse de lo inteligible en aras de una pretendida profundidad.
Pero lo inteligible y lo profundo no son términos antagónicos. Sencillamente precisan de un mayor esfuerzo comunicativo si desean ir de la mano.
En ocasiones, algunos de los mejores pensadores, aislados en las minorías en las que se encierran, entran en una espiral en la que confunden densidad con altura. Y es una lástima, porque siendo las personas que más pueden contribuir a mejorar el mundo, se encuentran con que ese mundo, al escucharlos, no les entiende.