Aquel era un país peculiar. Afirmaban tener el índice de felicidad más alto del mundo porque habían eliminado la palabra soledad de su vocabulario. Lo que no decían era la extraña y perversa razón por la que podían afirmarlo. Desde que nacía, cada ciudadano de aquella tierra estaba destinado a otro. Se pactaban los matrimonios desde que el Predictor confirmaba el embarazo. Cuanto antes se buscara pareja para el futuro vástago, más oportunidades de conseguir un buen acuerdo matrimonial se tenían. A nadie le gustaba quedarse con los restos, así que no había tiempo que perder.
Tanta premura tenía como resultado más de un casamiento fallido. Unas veces por incompatibilidad de caracteres y otras por no haberse tenido en cuenta la orientación sexual de alguno de los miembros de la pareja (es difícil saber la sexualidad que tendrá un bebé). Pero la ley también contemplaba esos casos. Los estadistas sabían que un emparejamiento infeliz no era bueno para el buen funcionamiento del país y que, si sus conciudadanos eran dichosos, todo, absolutamente todo funcionaba correctamente.
Por eso, si el matrimonio concertado no era del gusto de los contrayentes, la maquinaria familiar e institucional se ponía manos a la obra para buscar una nueva media naranja que complaciera a los divorciados. Incluso había bancos de solteros a los que acudir para buscar una segunda oportunidad sentimental. Aplicaciones como Tinder se consideraban un derecho recogido en su constitución y se ofrecían gratuitamente a todo el pueblo. La democracia del algoritmo, presumían sus líderes en sus visitas al extranjero.
Pero, aunque no era frecuente, de vez en cuando ocurría. Siempre había alguien que se declaraba insumiso y afirmaba que la soltería era su opción vital. Su comportamiento díscolo y anárquico iba contra la ley y los dirigentes no estaban dispuestos a tolerar insurrecciones de ese tipo en su ordenado y tranquilo país.
La policía perseguía con saña a aquellos peligrosos disidentes y los apartaba rápidamente de la sociedad para evitar un contagio que pudiera convertirse en epidemia. Primero se les intentaba hacer desistir de su actitud individualista sometiéndoles a cursos de reeducación. Y si eso no funcionaba, se les encarcelaba y aislaba de por vida, sometiéndoles a la cruel tortura de pasarles en bucle Sonrisas y lágrimas hasta que acaban aceptando el matrimonio o muriendo con las neuronas reventadas y cantando el Something Good de Julie Andrews.
Pero, de vez en cuando, unos pocos conseguían escapar de su cautiverio y llegar a un lugar seguro, lejos de su país. En su nueva patria, contaban a cuantos quisieran escucharles la falacia de la felicidad del lugar del que venían y se organizaban en guerrillas que ejercían la resistencia contra la tiranía del matrimonio.
Un pequeño grupo de resistentes solteros consiguieron regresar a su país infiltrados en una delegación diplomática para tratar de sembrar el caos. Nunca hubo noticias oficiales. Lo último que se supo de ellos es que habían conseguido hackear el algoritmo de Tinder, impidiendo que la población consiguiera nuevos matchs. Aunque las autoridades trataron de controlar posibles desórdenes públicos cortando el acceso a internet a la población, la semilla de la soltería ya está sembrada.
El país en el que habitan los signos de apertura y de cierre de interrogación y exclamación se parece mucho a esa dictadura del matrimonio de la que habla este cuento. En español, están condenados a vivir conjuntamente y está terminantemente prohibida su soltería según los cánones de la santa madre RAE. Pero como no hay regla sin excepción, a veces es posible escribir estos signos solos.
Esto ocurre cuando nos encontramos ante textos expresivos, donde queremos remarcar matices como la ironía y la sorpresa mediante recursos no léxicos. Al hablar usamos para ello la entonación. Pero a la hora de escribir, no nos queda más remedio que tirar de insubordinación.
Por eso es posible usar el signo de cierre en solitario para expresar duda (en el caso del de interrogación) o sorpresa (el de exclamación) que refuerzan, en muchos casos, el sentido irónico de nuestra frase. Eso sí, bien encerraditos entre paréntesis, que tampoco hay que pasarse de libertarios:
Tendría gracia (?) que al final se casaran estos dos
Ha acabado la carrera con 50 años y encima está orgulloso (!)
No son estos los únicos usos especiales de los signos de interrogación y exclamación. Cuando queremos expresar sorpresa y duda a la vez, podemos combinar ambos signos, abriendo con el de exclamación y cerrando con el de interrogación o viceversa:
¡Cómo te has atrevido a mirarme siquiera?
O directamente abriendo y cerrando con los dos signos a la vez:
¡¿Cómo te has atrevido a mirarme siquiera?!
Si la sorpresa es mayúscula y queremos dejar bien clarito todo el énfasis que pondríamos al hablar, podemos escribir hasta tres (ni uno más, no os paséis de expresivos) signos de exclamación:
¡¡¡Eres lo peor!!!
Y si escribimos algún texto enciclopédico donde no podemos confirmar con seguridad la fecha de ciertos acontecimientos, también podemos indicarlo colocando el signo de cierre de interrogación, aunque la RAE os bendecirá mucho más si colocáis los dos:
Juan Pérez García (1955? – 2005) o (¿1955? – 2005) o (? – 2005)
Así que ya sabéis: lo que la RAE ha unido ya se encargará de separarlo ella o cualquiera de nosotros cuando nos venga bien. Amén.