Finales de 2020. El año en el que un virus ha atravesado las fronteras de todos los países y ha puesto en jaque a todo el planeta. La calle está llena de personas con mascarilla y en cuestión de horas, el toque de queda barrerá las ciudades. En marzo, se buscó limitar la expansión del virus cerrando las fronteras. Quizá los desafíos que nos esperan hayan dejado obsoleta esa forma de dividir la tierra.
Una pregunta sencilla: ¿qué hace que un Estado soberano lo sea?
En las definiciones tradicionales un Estado es soberano si cuenta con tres elementos: un territorio, una comunidad de individuos y la capacidad de imponer su ley dentro de sus fronteras (a.k.a. la soberanía). Es esta última la que nos ocupa; al fin y al cabo, es posible tener territorio y población sin soberanía propia, pero tener soberanía sobre la nada es igual que no tenerla.
La RAE define soberanía como la cualidad de soberano, siendo soberano el que ejerce o posee la autoridad suprema e independiente. Es decir, un estado soberano sería aquel que no permite intervención de agentes externos en sus propios asuntos. Debe tener, por tanto, la capacidad de establecer lo que es ley y la capacidad de hacer cumplir aquello que establece como tal.
300 AÑOS ANTES
El concepto nace en 1648 con la firma de la Paz de Westfalia. Este primer encuentro diplomático moderno pone fin a los conflictos de la Guerra de los Treinta Años y de la Guerra de los Ochenta Años. Estas contiendas revolucionaron el continente europeo en base a dos desacuerdos; por un lado, una cuestión de libertad religiosa y por otro, de soberanía.
Enfrentaron al Imperio español contra las provincias holandesas, que acabarían formando los Países Bajos (Guerra de los Ochenta Años); y a los imperios europeos entre ellos (Guerra de los Treinta Años). Los tratados de la Paz de Westfalia pusieron fin a ambas guerras y establecieron que ninguna potencia extranjera debía interferir en los asuntos internos de otra. Nacía la soberanía nacional.
‘FASTFORWARD’ A 2020
Según las Naciones Unidas, en 2020 hay 194 países soberanos reconocidos en el mundo. Es decir, 194 naciones con capacidad autónoma de gobierno e independencia absoluta. Frente a estos, solo de 27 países puede decirse que no son íntegramente soberanos: los miembros de la Unión Europea, a la espera de la conclusión del Brexit. Ser parte de la UE implica que parte de la soberanía se cede a las instituciones europeas.
De acuerdo con la jerarquía normativa, las leyes promulgadas por la UE están por encima de todas las normas nacionales. Así, en 2011 tuvo que aprobarse una reforma exprés de la Constitución española. No casaba con la legislación europea en materia de endeudamiento nacional. Este fue uno de los argumentos que se utilizó durante la campaña a favor de la salida del Reino Unido. Los partidarios del Brexit marcharon bajo eslóganes como el de «We want our country back», manifestando su rechazo a la cesión de soberanía.
Pero es que, desde el momento en que respeten el derecho internacional y participen de las organizaciones internacionales, el resto de países del mundo también están sujetos a una pérdida de soberanía. Aunque mantengan el estatus de independientes. La realidad es que el hecho de que hayan decidido participar en instituciones como la Organización Mundial del Comercio o el Fondo Monetario Internacional, que organizan ciertas interacciones entre naciones, obliga al reconocimiento de estas instituciones como prescriptoras que operan por encima de las soberanías nacionales.
Durante años pareció que la fraternidad europea podía mostrar el camino a seguir al resto de países soberanos. Quizá unirse con otros países podía redundar en una vida más fácil. Sin embargo, frente a esa tendencia, se terminó presentando la opuesta, divisiones insalvables entre ciudadanos de los mismos estados, que demandaban un mayor grado de independencia. Es el caso del movimiento secesionista de Cataluña que, en parte, recoge demandas sobre la soberanía catalana y busca su recuperación de manos del Estado español. También es el caso del Brexit.
Así, en los últimos años hemos asistido a dos tendencias enfrentadas que se miran como reflejos especulares sobre una misma cuestión: la organización humana.
LO QUE VENDRÁ
Llegada la hora de la verdad, establecido lo que era y lo que es, no estamos más cerca de saber cuál es el futuro de los países. El viaje habría sido un fracaso de no tener el comodín de la literatura teórica. En este caso, la de Joseph Raz, uno de los catedráticos en Filosofía del Derecho más reconocidos del mundo. En su discurso El futuro de la soberanía estatal, el autor no aporta ninguna respuesta, pero nos ofrece una serie de observaciones que iluminan algo más de cara al futuro.
Para el autor, si durante un tiempo parecía que el derecho y las instituciones internacionales iban a vaciar de contenido los Estados soberanos, ya no está tan claro. Los países seguirán cediendo soberanía a cambio de beneficios a los que no pueden acceder de forma individual. Pero nunca llegarán a integrarse en un Estado mundial porque, de acuerdo con Raz «los Estados tienen un significado emocional y simbólico para la gente, más allá de su capacidad de proveerles de servicios y oportunidades. Pertenecer a un determinado país para muchos individuos tiene un valor intrínseco».
Un sentimiento que se impone sobre los beneficios materiales y que, según Raz, en muchos casos se puede usar para manipular y hacer que la gente sea insensible a lo que obtienen a cambio de ceder soberanía: «Es la oposición a diversos tratados comerciales internacionales que se están negociando, o a la manipulación genética de los cultivos debida a un interés genuino o a que está siendo manipulada por actores interesados».
En esos casos los beneficios desaparecen, puesto que, en el ámbito doméstico, la soberanía no deja de ser un acuerdo tácito entre individuos leales a unas determinadas instituciones y solidarios para con los demás individuos que se someten a ellas. O como lo expresa Raz, «sin lealtad y solidaridad la habilidad de los Gobiernos de pedir contención y cooperación de la gente se ve severamente socavada». Y sobre la existencia del componente emocional más allá de los estados añade: «Hay pocas, si es que hay alguna, soberanías superiores a la de los países que se perciba que tiene algo más que valor puramente instrumental».
Algo parecido podemos intuir en la Unión Europea. Echando la vista atrás, la UE siempre ha sufrido de falta de solidaridad. Está por ver si con el relevo generacional esta falta de solidaridad se diluye, que así parece. Pero hoy, esa solidaridad aún parece marginal.
En el Brexit podemos encontrar un ejemplo de lo que sucede cuando se impone el sentimiento de pertenencia a los beneficios materiales. Los ciudadanos británicos han ido cayendo en la cuenta de aquello a lo que han renunciado. Colas en los aeropuertos europeos, construcción de macroaparcamientos para camiones a la espera de las colas en el Canal de la Mancha, incapacidad para acceder al sistema de GPS de la UE. Las secciones de comentarios de los diarios ingleses están llenas de comentarios furiosos de brexiteers que pensaban que «bring our country back» solo tenía que ver con la bandera de la Union Jack y el té de las 5. «Yo no voté a favor para esto», dicen ahora.
En la UE, business as usual: los mercados únicos digital y energético vendrán acompañados de una mayor cesión de soberanía, y también de ventajas para los ciudadanos europeos. Al mismo tiempo, sigue habiendo una lista de países pendientes de la posibilidad de incorporarse a la Unión Europea, como Serbia, Montenegro o Turquía.
Son beneficios de ese formar parte. Beneficios a la hora de comerciar, a la hora de viajar o incluso a la hora de acceder a servicios como las telecomunicaciones o la energía. Beneficios reales, pero que, no obstante, no implican que la parte buena del modelo vaya a ser adoptada como norma general.
EN DEFINITIVA
Tanto el covid-19 como el cambio climático han dejado claro que hay desafíos que superan la clave doméstica. Incluso en un escenario de normalidad en el que no haya virus implicados, tanto internet como los modelos de negocio modernos, basados en la deslocalización de actividades, obligan a una mayor cooperación entre países a la hora de buscar soluciones a problemas que trascienden las fronteras.
Dice Raz que nos espera un futuro de soberanía fragmentada en el que los países seguirán teniendo autonomía, pero su soberanía estará dividida entre ellos y las instituciones internacionales. Mantendremos así el componente emocional de la nacionalidad y estarán protegidas las diferencias culturales, al tiempo que el mundo se mantiene organizado y se aumenta la capacidad de enfrentar retos que se escapan a las capacidades de los países.
Esperemos que el señor Raz tenga razón y seamos capaces de encontrar ese equilibrio. La alternativa es que, por ser demasiado celosos con el mantenimiento de los poderes soberanos tal y como están, acabemos viviendo en un mundo paradójicamente ingobernable.
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