La lealtad es una opción personal. Somos leales a lo que decidimos serlo. Y a partir de ahí, el hecho de mantenernos fieles a esa decisión es lo que nos dignifica.
Lo que sucede es que el poder, como casi siempre, exige más. Exige sumisión. Es decir, que acatemos sus decisiones sin cuestionarlas.
Pero lealtad y sumisión son dos conceptos que están en las antípodas. Una persona desleal es un cínico. Una persona insumisa puede serlo para mantener su lealtad por encima de todo.
Cuando en el medievo los representantes del reino de Aragón nombraban un nuevo rey, lo hacían con estas palabras:
«Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no».
Conviene releer el final del juramento: «con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no». Es decir, seremos leales al rey si él es leal a nuestros principios.
Hay algo más. La sumisión es una rendición sin condiciones. La lealtad, en cambio, es un respeto jerarquizado. Hay unas lealtades que están por encima de otras y mantener ese orden moral es lo que realmente nos convierte en personas leales.
En su obra El alcalde de Zalamea, Calderón enfrenta al protagonista con ese dilema. Pero el alcalde lo resuelve sin titubear: «Al rey, la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios».
Pedro Crespo manifiesta su lealtad al rey, pero no su sumisión, pues cuando esta se enfrenta al honor es la lealtad, para él superior, la que prevalece.
En la actualidad muchas de aquellas palabras están en desuso: lealtad, honor, honra, rectitud… La razón de su menoscabo está, sobre todo, en la política. Los líderes de los partidos actuales parecen valorar más la sumisión a su persona que la lealtad a los valores y a la ideología que representan.
Eso se plasma en gran parte en la confección de las listas electorales. Esas listas les han otorgado a los líderes un poder absoluto, pues son ellos quienes deciden el lugar que sus militantes ocuparán en las mismas, determinando de esa manera si accederán o no a puestos de relevancia.
El tema es más grave de lo que parece. Porque dada la relevancia mediática de los comportamientos políticos, lo que consiguen es imponer esas pautas de sumisión al conjunto de la sociedad.
Como resultado, nos encontramos con la tremenda paradoja de que es en el seno de muchos países democráticos donde ha comenzado a enraizarse una forma de sometimiento inaceptable incluso en las monarquías aragonesas de hace un milenio.
La consecuencia de todo ello es el deterioro de las normas que cohesionan las relaciones humanas. Una convivencia basada en la sumisión en lugar de en la lealtad es una sociedad enferma, sin valores civiles que la sustenten.
Hoy en día son muchos los políticos y altos ejecutivos que, habituados ya a ese acatamiento, ponen en práctica la famosa frase de Groucho Marx: «Estos son mis principios. Pero si no le gustan… tengo otros».
Los principios son principios porque están antes. Antes que los intereses, antes que la obediencia, antes que uno mismo. Todo lo demás, se cuente como se cuente, es sometimiento.