Ha llegado el momento de colocar a los líderes y a los subordinados exactamente donde les corresponde. Es falso que los líderes sean la pieza más importante de la organización, que los mejores subordinados no puedan y deban enfrentarse honesta y lealmente a ellos y que el liderazgo se haya convertido en una cualidad mística que distingue a los ganadores de los perdedores.
Este puzle tiene unas cuantas piezas y la más notable es la obsesión social con demonizar y encumbrar a los líderes de las grandes organizaciones. Da igual si hablamos de instituciones, entidades sin ánimo de lucro o empresas multinacionales.
Sabemos que esa obsesión se apoya en un montón de mentiras. Les atribuimos falsamente toda la responsabilidad del éxito y el fracaso de un proyecto de decenas, cientos o miles de personas, mencionamos solo de pasada que dependen totalmente de sus equipos para llevar adelante sus agendas y confundimos absurdamente el trabajo de unos jefes que únicamente saben mandar con la labor de unos profesionales que saben liderar y motivar a los suyos. Hay muchos más jefes que líderes.
Quizás la falsedad más protuberante de todas sea que existen, efectivamente, dos categorías esenciales: la de los líderes, una nueva aristocracia, y la de los subordinados, esa olvidada y despreciada clase media. Aquí, supuestamente, los primeros cuentan con unas cualidades extraordinarias y vitalicias obtenidas en algunos de los mejores centros educativos del mundo y los segundos se limitan a obedecerles con rapidez, a ejecutar su visión con eficiencia, a plegarse ante todas sus órdenes y a reírles las gracias.
La realidad es que no existen, normalmente, esas categorías tan puras, rígidas y permanentes. La inmensa mayoría de los mejores líderes son los subordinados de alguien y sus equipos los ayudan, siempre, a construir una visión propia porque nadie es un pensador original en todo.
Por supuesto, la eficacia de su capacidad de liderar depende muchísimo de su encaje con sus empleados, de las dinámicas que existan entre estos y del contexto en el que se encuentre la organización. Los grandes líderes no suelen aprender lo esencial de su oficio en las universidades o escuelas de negocios de relumbrón, de eso nada. Donde lo aprenden es trabajando, emulando a los mejores y, merece la pena recordarlo, siendo unos brillantes subordinados. ¿Cómo se aprende a liderar? Obedeciendo, copiando, experimentando y preguntando.
Pero alto; no hablamos de cualquier tipo de obediencia, sino de aquella que incorpora las características que comparten los mejores líderes y los mejores subordinados. Nos referimos a las que sistematizó hace tiempo el consultor Robert Kelley en la Harvard Business Review: primera, saben autogestionarse bien; segunda, se comprometen con la organización y no solo consigo mismos; tercera, fortalecen constantemente sus competencias y concentran sus esfuerzos allí donde pueden provocar el máximo impacto; y cuarta, destacan por su coraje, honestidad y credibilidad.
Por lo tanto, los subordinados que se ajustan a ese perfil no obedecen sin más. Son capaces de cuestionar las órdenes con críticas y propuestas constructivas, perciben a sus jefes como los compañeros a los que les ha tocado coordinar un proyecto en el que ambos creen y no como los emperadores del cortijo y, por fin, su intenso nivel de implicación y la excelencia de su trabajo no les impiden reconocer el mérito de los demás. Admiten con franqueza sus errores y también que no saben lo que no saben, aunque se muestren dispuestos a aprenderlo rápidamente. Su sinceridad los hace creíbles y su coraje es una muestra pública de honestidad.
Simplemente humanos
Por supuesto, al igual que les ocurre a los líderes, no siempre están a la altura en todos los frentes. La idea es que nunca dejan de aspirar a conseguirlo y que ponen, consistentemente, los medios para lograrlo día tras día. Si sus buenas cualidades desatan represalias contra ellos en la organización, tratan de reconducir su situación sin traicionarse y, si es imposible, planifican su salida. Los jefes que no los cultivan y protegen no son líderes, solo son jefes… y no se merecen trabajar con ellos.
¿Quién se atreve a decir que la labor de estos subordinados no es tan crítica o más que la de los máximos dirigentes de la organización por la que se esfuerzan? Por desgracia, eso mismo es lo que hace nuestra sociedad día tras día. Las consecuencias son graves.
Al exigir que todos seamos líderes y prometernos desde la universidad que todos tenemos derecho a liderar, la frustración de millones de personas está más que asegurada. También lo está el menosprecio hacia todas las cualidades de los mejores subordinados. El concepto del liderazgo, además, se vacía completamente de contenido en un mundo en el que todos están llamados a mandar y nadie a obedecer. Todos acabamos aspirando, simplemente, a dar órdenes con una corona de cartón, como la que se ponen los niños en las peores hamburgueserías.
Otra consecuencia importante es que la conversión de los líderes y los subordinados en categorías rígidas desincentiva el esfuerzo por promocionarse hasta lo más alto (¡para qué lo voy a intentar si los que mandan son siempre los mismos!), espolea el resentimiento que provoca la creciente desigualdad y, finalmente, abre la puerta a que los ‘liderados’ nunca asuman la responsabilidad que les toca por las decisiones que ellos les permiten y les animan a tomar a los que mandan.
En este circuito cerrado, los políticos tienen la culpa de todo, las empresas tienen la culpa de todo, el estado tiene la culpa de todo y, a veces, como les faltan culpables que expliquen sus fracasos, recurren a las conspiraciones. Para ellos, la clase media, los subordinados, es santa, sí, pero también imbécil. Que nadie los confunda con esos mediocres.
Por mucho que nos asombre, nuestra sociedad laica ha transformado a los principales líderes de las organizaciones más relevantes en dioses griegos: son visionarios (es decir, proféticos), creadores más que creativos, su hambre de poder y ambición es inagotable, su capacidad de trabajo es sobrehumana, se sienten y muchas veces están por encima de las reglas que se aplican a todos los demás y, por supuesto, sus pasiones son o esencialmente admirables y buenas o crueles, desbordantes y terribles. Steve Jobs es un ejemplo fantástico.
Deberíamos entender de una vez que encumbrar, demonizar y mitificar a los líderes nos convierte, automáticamente y por comparación, en siervos. Y no lo somos. Y no queremos serlo.
[…] Eres un subordinado, no un siervo […]
olé!
Me ha encantado, creo que comparto tu visión al 100%