Algunas historias del sonido que quizá no hayas oído nunca

El sonido. ¿Alguien sabe qué es el sonido? El sonido son variaciones de presión en el aire, oscilaciones que hacen viajar la energía sin transportar materia. El sonido son ondas que llegan a nuestro oído. Allí, sus pabellones, membranas y huesecillos las transforman de modo que nuestro cerebro las pueda percibir, comprender, decodificar: la voz que nos llama a cenar, el doble bombo de Amon Amarth, los gemidos de placer de la vecina, el camión de la basura, la lluvia que cae, el roce de las hojas de un libro, los golpes —demasiadas veces—.

El sonido: vibraciones, sí. Pero no todas las vibraciones se transmiten por el aire ni todo bicho viviente tiene su colección de martillo, yunque y estribo. Ni siquiera todos tienen columela —que ya saben que es ese solitario huesecillo auditivo que tienen los pobres pájaros—.

Las serpientes perciben sonidos por las vibraciones del terreno, como los indios de John Ford, y las transmiten con los huesos de la mandíbula. Se sabe que las plantas también perciben las vibraciones del terreno, oyen a su manera, incluso pueden generar sonidos y se sospecha que hablan subterráneamente entre ellas.

El sonido es tono, volumen, timbre, tempo, ritmo… ondas sonoras por las que viajan el placer y el dolor. Lo del sonido es maravilloso, ¿verdad? Es un habitáculo privilegiado de la belleza: la música nos genera emociones, sensaciones, sentimientos difíciles de expresar de otra forma. También los animales y las plantas son sensibles a esa armonía sonora.

¿Sabían que en la Toscana italiana se hizo un experimento con música clásica durante el crecimiento de las viñas y parece que Vivaldi estimula la aparición de las hojas y Beethoven las protege contra las plagas?

Los humanos, en condiciones normales, podemos percibir amplias variaciones de volumen. Desde los cero decibelios, el umbral de la audición, hasta los ciento veinte, el umbral del dolor.

‘El umbral del dolor’. Parece un término adecuado para el hábitat de un sádico, o de un torturador, o un término militar. No han faltado quienes en la historia han usado el sonido como instrumento de tortura y aun de guerra: ¿sabían que el ejército nazi preparó un cañón sónico? Tenía una cámara de combustión de gas metano (sic) que soltaba pulsos sónicos que hacían que todo el que estuviera situado a menos de 400 metros sufriera náuseas, vértigo e incluso daños en los riñones, el bazo o el hígado. Es verdad que sólo fue un experimento, pero la idea asusta.

Más cerca y más susto: el LRAD (Long Range Acoustic Device) es un arma sónica no letal que sí se usa en Nueva York o Londres para disolver manifestaciones a base de sonidos insoportables. A mí esto de usar el sonido como arma me parece cruel cuando menos. Se habla incluso de una hipotética, mítica, secreta frecuencia infrasónica que causaría pérdida de control en las tripas, con vómitos y lo otro. Que yo sepa no se ha demostrado aún la existencia de tal frecuencia (bautizada como nota marrón) cuya mera e inquietante existencia da para una película de serie B.

Somos capaces de lo peor y de lo mejor, incluso al manejar el sonido, eso es una obviedad, pero no deja de maravillarme el hecho de que ese temblor del aire, esas oscilaciones percibidas por un mecanismo alucinante dentro de nuestra cabecita, sea capaz a la vez de transportar los acordes de las variaciones Goldberg o esa mítica ‘nota marrón’. Los dos, efectivamente, suenan que te cagas.

Último número ya disponible

#142 Primavera / spring in the city

Sobre nosotros

Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

Suscríbete a nuestra Newsletter >>