El quiosco del señor Benigno, más que quiosco era un diminuto cuchitril que daba a la calle, detrás de cuyo mostrador, estrecho y atiborrado de chicles Cheiw, cromos, gominolas y cigarrillos sueltos, se parapetaban el dueño y su mujer.
Todos los domingos, mis primos, mi hermano y yo nos metíamos en tropel para escoger el tebeo que premiaba nuestra semana de buen comportamiento. Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, el botones Sacarino, el Capitán Trueno… todos nos esperaban desde aquellas oscuras paredes, colgados con pinzas de tender en unas cuerdas, desfilando ante nuestros ojos desde sus portadas.
Los tebeos saben tanto a niñez que se nos eriza el vello cuando alguno de ellos, escondido del tiempo, vuelve a caer en nuestras manos con ese olor a tinta, a polvo y a humedad. El mundo, entonces, se dividía en viñetas, como los escaparates que mi madre y mi tía miraban frustradas en las tardes de paseo dominical por las calles del barrio.
[pullquote class=»right»]Todo lo que necesitabas saber a los 10 años lo tenías dibujado en las páginas de un tebeo[/pullquote]
Todo lo que necesitabas saber a los 10 años lo tenías dibujado en las páginas de un tebeo. Y tu vida estaba retratada allí, como un calco de tu realidad y de tus sueños. Lo que eras, lo que no querías ser y lo que soñabas alcanzar. Historias sencillas que escondían detrás cierta amargura, la tristeza de adultos sometidos a un régimen que parecía que no iba a acabar nunca y que tú no conseguías leer entre líneas. Retratos en tono jocoso de una sociedad gris que aspiraba a cambiar y no terminaba de hacerlo.
Tu colegio era igual de tedioso que el de Zipi y Zape. Tu maestro no se llamaba don Minervo, pero quería tener la misma autoridad rancia de cartabón y catecismo. Te castigaban, como a ellos, de cara a la pared y te sacudían reglazos en la punta de los dedos a la menor señal de insumisión. ¿No le vas a decir nada, papá? ¡Algo habrás hecho!, contestaba, y se acabó la conversación. El maestro, como el caudillo, siempre tenía razón. Aunque luego recibiera la visita de cortesía de tus padres interesándose por cómo va la niña en el cole, y jamás volviera a ponerte la mano encima después de aquello, si te equivocabas otra vez.
Te visitaban también los Plómez un par de veces al mes, y venían cargados con una caja de pastas baratas para acompañar al café que tu madre les ofrecía en su papel de perfecta anfitriona. Tú los tenías que llamar tío y tía, y en realidad venían a ver a tu abuela, que era su hermana, y que le importaba tan poco como a ti su visita.
Vivíamos en austeros pisos cuyo tamaño bien pudo inspirar a Ibáñez los de Rue del Percebe 13. Bajabas a la tienda de Marcelino a comprar un paquete de pan rallado y 1 kilo de patatas que tu madre había olvidado coger cuando fue al mercado aquella mañana. «¡Ya te las ha vuelto a dar de las viejas!», protestaba indignada cuando regresabas con el recado. Encima de ti vivía aquella señora tan mayor y tan rara que olía a gato y que apenas salía de su piso. Y en la puerta de enfrente a la tuya, estaba la consulta del doctor Gallardo, el puericultor -la pediatría aún no se había inventado- que siempre acudía a tu casa cuando tenías fiebre y se empecinaba una y otra vez en recetarte inyecciones.
El valor y el coraje eran propios de los chicos. Tú, como buena niña, debías esperar en tu isla de Thule a que el bravo capitán Trueno regresara de una de sus aventuras. Pero como los tiempos habían avanzado una barbaridad, se te permitía actuar en su defensa si la batalla lo requería. Y debías lucir perfecta aunque te enfrentaras junto a él a espadazos y patadas contra las horribles huestes de algún conde ambicioso con ansias de poder.
Los jefes eran la máxima autoridad y siempre llevaban razón. Podían pisarte y pedirte que te arrastraras por el suelo porque las cosas eran así. Tu padre no llegó jamás a limpiarle los zapatos al suyo. Pero más de una vez le viste llegar a casa con el ceño fruncido y las mandíbulas apretadas, sujetando con fuerza la cartera donde se traía el trabajo a casa, diciendo no entendías bien qué cosa de un asqueroso cacique explotador. Mortadelo al servicio de Filemón. Filemón a los pies del superintendente Vicente. Y todos asfixiados por un sistema de trabajo que a los 10 años no alcanzabas a comprender y que mirabas desde la distancia infinita que separa tu niñez de tu futuro adulto.
[pullquote class=»left»]Los cómics no saben que también ellos fueron niños una vez. Y se llamaron tebeos[/pullquote]
Reírse de los defectos físicos ajenos no era malo, salvo que fueras ciego total o no tuvieras piernas o sufrieras alguna otra minusvalía física grave. Ese límite no debía franquearse. Pero estaba permitido reírse del miope aunque no se llamara Rompetechos. O de la gorda y fea, se llamara Ofelia o no. Y del ignorante y gañán Agamenón que hablaba como la gente de tu pueblo, dándole patadas al diccionario. No había leyes de lo políticamente correcto. ¡Quién sería el aburrido que se atrevería a afearte el reírte del mal ajeno!
Luego creces y las viñetas de los tebeos se te hacen pequeñas. Aún sonríes al verlos porque la boca se te llena de nostalgia y el corazón se te ablanda. A tus 45 ya no lees historietas de la familia Trapisonda ni de los Cebolleta; las hermanas Gilda te dan pereza y Sir Tim O’Theo se ha hecho demasiado mayor. Los cambiaste por los cómics y las novelas gráficas. Pero lo que los cómics no saben es que también ellos fueron niños una vez. Y se llamaron tebeos.
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Imagen de portada: Nacho, bajo licencia CC
Imagen interior: rook76 / Shutterstock.com
Los tebeos saben a infancia, pero no a inocencia
