«Todos los trabajadores de oficina se parecen unos a otros, pero teletrabajadores lo son cada uno a su manera». Puede añadirse algo más en esta línea, ahora sin destrozar a Tolstoi: el olor de las oficinas es siempre semejante porque se han ido separando poco a poco de su producto. Las redacciones ya no jumean tanto a papel impreso ni los despachos del sector textil, a pieles y tejidos.
Pero cada hogar tiene su PH y su almizcle. Lo que diferencia una casa de una oficina es que la primera está contagiada de los efluvios (físicos, psicológicos) del mamífero que la habita. Para el oficinista, cada jornada contiene un rito de paso sobre el que él apenas puede influir. Se traslada a un lugar que no le pertenece, domina sobre él y le obliga y predispone a cambiar de registro mental y de actitud.
Los teletrabajadores en España alcanzaron en agosto de 2018 la cifra de 1,43 millones, un 7,4% de la población ocupada, según el Monitor Adecco de Oportunidades y Satisfacción en el Empleo.
Hay jóvenes que nunca han producido en territorio neutral y llevan toda su vida laboral merodeando entre su vivienda y las cafeterías y las bibliotecas aledañas.
Probablemente, una de las primeras habilidades que debería desarrollar un currito a distancia si aterrizara en un despacho sería la rascada sutil. Puede medirse la pureza de uno de estos ejemplares por la placidez y la anchura de sus frotamientos: sobaco, ingle, nariz, espacio interdental… También por la amplitud de sus bostezos o el tonelaje de sus toses y carraspeos. No es una falta de respeto a su profesión, sino una consecuencia inevitable de ejercerla en su propia madriguera. Un gustazo.
Subespecies
Ese rascarse libertino es quizá el nexo más invariable y compartido entre estos bregadores hogareños. A partir de aquí, proliferan las diferencias. Hay quienes meditan y organizan sus días y, por tanto, tienen hábitos. Y también hay quienes dejan que las horas avancen en estado salvaje y acaban arrinconados, lanzando manotazos ciegos para defenderse, abriendo Facebook, Twitter, comiendo sin hambre, Youtube, meando sin gota. Estos no tienen rutinas, sino vicios.
Hay teletrabajadores que reptan hasta el portátil cada mañana con su café en la mano, con batín y pantuflas o calcetines vistos. Otros se duchan, se visten y pasean; se confeccionan la ilusión de un tránsito.
Son dos subespecies con elemento en común: ambas curran más que un dietista en enero, solo que una pierde más horas y la otra, menos. Han crecido muchos mitos alrededor de los teletrabajadores. El mayor es que haraganean, que aprovechan la ausencia del bufido del jefe en la nuca y operan a medio gas. Sin embargo, ninguna empresa mantendría a un empleado que no produce. Tampoco aguantaría mucho el autónomo, que pagaría la vagancia con su subsistencia.
¿Cuánto trabajo es suficiente?
Aun así, tanto anárquicos como disciplinados mascan la misma duda irresoluble: ¿qué volumen de trabajo es razonable?, ¿cuándo han cumplido con su parte?, ¿cuál es la media de productividad de sus compañeros?
Carecen de un marco de referencia y la organización por objetivos no es suficientemente elocuente. El temor suplanta rápidamente la alegría de terminar un trabajo antes de tiempo: ¿y si lo ha finiquitado prematuramente?, ¿y si le dieron más tiempo por algún motivo que se le escapa?, ¿y si mostrar esa duda es una prueba de incompetencia?
La rapidez hace que el ñapas a distancia sospeche de sí mismo; también la lentitud. La ausencia de perspectiva acaba empujándole a pasar las horas compensando flaquezas por si acaso: no sabe si esas flaquezas son ciertas o producto de la paranoia, pero no está el patio como para apostar.
Estrategias de empatía
Un agravante de esta desorientación es una comunicación mutilada: correos, mensajes de WhatsApp, llamadas de teléfono. Ninguna ofrece un condumio no verbal solvente y fiable (las llamadas son más orientativas; también, menos recurridas).
Los emoticonos pueden ayudar a remendar la incertidumbre, pero, en el fondo, no son formas de sonreír, sino de delegar la sonrisa. Por sí mismos, los emojis carecen de mirada y de capacidad de conexión. Lo sabemos porque así lo practicamos: internet nació para ofrecer a la humanidad la oportunidad de carcajearse muy seriamente.
Por eso, la relación de un empleado con un compañero o un superior depende en buena medida de la habilidad de infiltrar unas pupilas vivas y acogedoras en un texto. Es decir: hay que saber escribir mails. Un buen correo es un ejercicio literario y creativo, no por su calidad retórica, sino por su pericia para burlar el abismo de la distancia y crear una carnalidad ficticia pero creíble.
No se puede medir su cuota de influencia, forma parte de los intangibles, pero una buena correspondencia digital influye en la prosperidad de una relación laboral: en la motivación, la implicación, en la productividad.
Teletrabajadores, portátil y ruido de trenes
Curran desde donde quieren; viajan, no conocen límites, disfrutan de plena libertad de movimientos… Es verdad y no. Desde los asientos de las oficinas, se cree que esta modalidad permite una itinerancia continua y que, además, cada jornada estará siempre impregnada de un aire de asueto. Algunos de estos pensamientos sobre los currelas lejanos se amparan en un error de base: se confunde la flexibilidad con la dejación.
Quizá, lo más acertado sea afirmar que existe esa opción pero es difícil practicarla. Primero, porque, como cualquier otra persona, el teletrabajador debe pagar su alquiler, ya esté habitando su casa o de ruta por Lepe. Salir de viaje supone costear un precio doble por la subsistencia. Segundo, porque cumplir con la carga de trabajo es más fácil en un entorno estable, rutinario y controlado.
De nuevo, depende de la subespecie. Unos florecen y producen mejor rodeados de estímulos nuevos. Otros necesitan estar en cautividad y, a falta de oficina, construyen en su propia casa una jaula que los aísle del mundo.
Condena final
Se rasque como se rasque, cada miembro de la población activa vive con una sombra negra que lo fastidia: sabe que siempre, en otra parte, habrá alguien con un trabajo más cómodo que el suyo.
Los oficinistas aseguran que los empleados deslocalizados vaguean con fruición. Los del pico pala casero se burlan de los remoloneos en las pausas para el café de los despachos. Pero, en el fondo, los primeros sueñan con pijamas y los segundos, con echarse colonia y subirse a un autobús. Ambos sueñan. Porque soñar es escapar y lo que en realidad desean, unos y otros, es sustraerse a una certeza dramática e intolerable: no hay más huevos que trabajar.
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