En los últimos quince años, la televisión estadounidense ha hecho un repaso a los «monstruos» icónicos de la cultura popular. Primero fue el gangster (Tony Soprano), después el asesino en serie (Dexter) y ahora es el turno del espía ruso con The Americans.
Los villanos del cine en la guerra y en la paz
Hay un arte de tiempos de guerra y un arte de tiempos de paz. Durante la guerra, el arte es evasivo, informativo, panfletario, patriótico o sectario (en las guerras civiles). El enemigo es representado como un monstruo o ridiculizado o no existe en las obras de pura evasión. Aunque el artista pretendiera la conciliación con su trabajo, su gobierno no permitiría o penalizaría la comunicación de la obra.
Durante la paz, el arte también puede ser patriótico (propio de las dictaduras) o rencoroso (propio de los vencidos). Aunque en las democracias, está abierta la vía de la conciliación para el artista que decida tomarla.
La cinematografía estadounidense se convierte en un ejemplo perfecto de arte en tiempos de guerra y arte en tiempos de paz. En la guerra, las películas bélicas son panfletarias como Objetivo Birmania (1945); en la paz, hay títulos como Todos eran valientes (1965), que convierte a los soldados japoneses en personas no muy diferentes de los soldados estadounidenses, con defectos y virtudes, y órdenes que cumplir. Esto, que es obvio, no es fácil mostrarlo: recordemos que Japón es el gran enemigo de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial tras el ataque nipón a Pearl Harbor.
El ruso, el villano favorito de Hollywood
Acabada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos adopta un nuevo enemigo: la Rusia comunista. Y Hollywood desarrolla una galería de villanos ridículos y deshumanizados —la mayoría, espías—, e incluso con la forma de babosas extraterrestres (La invasión de los ultracuerpos, 1956).
La caída del comunismo en Rusia no agota el filón de villanos rusos. Los nuevos malvados son poderosos hombres de negocios enriquecidos a la sombra del Politburó, exmiembros del KGB que trafican con secretos militares y uranio, y mafiosos que se dedican a la trata de blancas. Pocas veces el villano ruso es retratado como una persona (salvo el desertor).
The Americans, pequeña joya
En medio de todo esto, la serie The Americans constituye una novedad. Los protagonistas son comunistas rusos en plena era Reagan. La propuesta es relativamente atrevida y muestra una vez más que la televisión actual desarrolla historias adultas, mientras que el cine contemporáneo se convierte, en demasiadas ocasiones, en un medio para vender productos (colonias, camisetas, muñecos…)
The Americans sigue la senda que trazó David Chase con Los Soprano: los villanos no son villanos que ríen malévolos mientras patean a perros. Los villanos son tipos corrientes, con ideas corrientes, que están casados y tienen hijos y negocios que atender. Para tipos como Tony Soprano, Nucky Thompson o Mr. White/Heissenberg , la violencia no es la primera opción ni la ejercen con placer. La violencia es un recurso defensivo o para proteger a la familia y los negocios —el sustento de los hijos—. De este modo, los espectadores, aunque rechacen el uso de la violencia, pueden reconocer que, en determinadas circunstancias, quizá obrarían igual que los antihéroes: empleando el asesinato. Esta es «la fórmula» que Joseph Weisberg aplica a The Americans como su creador.
Los protagonistas de The Americans son Phillip y Elizabeth, espías rusos que forman un ficticio matrimonio y tienen hijos —que desconocen las verdaderas identidades de los padres—, y problemas propios de una convivencia. Y en esto radica la gran novedad de The Americans: tras quince años de matrimonio ficticio, mientras otras parejas se desmoronan, Phillip y Elizabeth comienzan a conocerse y a sentirse atraídos el uno por el otro. Esto constituye una paradoja: estos comunistas representan —quizá de manera involuntaria— los valores de la familia norteamericana. Para Phillip y Elizabeth, por encima del KGB están los hijos tenidos en común, que ambos adoran, y por los que temen.
Tanto Phillip como Elizabeth permanecen a las órdenes del KGB igual que muchas personas corrientes permanecen estancadas años en empleos que detestan: no contemplan otras salidas. No pueden renunciar y temen entregarse a los americanos. Han cometido crímenes. ¿Podrían ser perdonados? Para soportar esta carga, Elizabeth arguye al amor y el deber para con la patria, aunque reconoce que no quiere que sus hijos acaben en Rusia. Amor de madre. Phillip, por su parte, solo trabaja para mantener a su mujer e hijos a salvo de los rusos y de los americanos.
Crímenes necesarios
A lo largo de los 13 capítulos Phillip y Elizabeth dañan y matan a inocentes para realizar su trabajo. Muertes que no les pesan, porque son profesionales, pero que han querido llevar a cabo. Muertes para protegerse a sí mismos, a la unidad familiar. Si ambos mueren o son atrapados, no pueden asegurar la suerte que correrán sus hijos adolescentes. De este modo, el espectador se topa con una duda moral: el asesinato es un pecado, es un delito, pero la pareja y los hijos están por encima de cualquier consideración moral. Esto no es nuevo, puesto que lo hemos visto en Los Soprano, Boardwalk Empire, Breaking Bad y otras series. La novedad está en que los protagonistas son comunistas rusos, antaño representados con cuernos y rabo.
Todos los hombres son iguales
En el juego de la humanización del villano comunista contribuye la aparición de una familia norteamericana clásica, con un agente del FBI como padre de familia. Tanto Phillip como el agente Stan Beeman tienen patrones similares de conducta: descuidan a la familia por el trabajo y tienen como amantes a sus confidentes.
Con todo esto, The Americans es una entretenida historia de espías y un reflejo de la familia norteamericana en la época de Reagan. Una ficción que no revolucionará el género ni la televisión, pero que merece la pena ver. Y una lección para aquellos que quieren desarrollar ficciones: la creatividad es mirar al enemigo y verlo como persona.