El 6 de abril de 1966 los Beatles se metieron en el estudio de Abbey Road para grabar su séptimo álbum de estudio. Llevaban lo que parecía una eternidad viviendo en una constante vorágine y regresaban de tres meses de vacaciones, el periodo sin compromisos más largo del que disfrutaban desde 1962. Y aunque Revolver se considera el último esfuerzo realmente grupal de los de Liverpool, no había una idea unificada de lo que iban a hacer en el disco.
Cada uno llegaba con distintas cosas en la cabeza. Paul McCartney pasaba por una etapa clásica en la que la fascinación por la música de Stockhausen le inclinaba a los experimentos sonoros. George Harrison estaba muy metido en su idilio con lo hindú, investigando la filosofía y la música oriental. Ringo Starr buscaba un sonido más potente de batería que el que había conseguido en estudio hasta entonces. Y John Lennon había sucumbido al mundo del LSD y acababa de comprar el libro del que surgiría Tomorrow never knows.
Aunque se colocó en la última posición del disco, probablemente porque el alto grado de experimentación que destilaba no parecía una apuesta comercial muy segura, Tomorrow never knows fue la primera canción que grabaron en esas sesiones. Fueron unas sesiones marcadas por la innovación en texturas y sonidos. Y, como resultado, por la renuncia definitiva del grupo a poder interpretar en directo las canciones tal cual sonaban en las grabaciones.
Tomorrow never knows era una composición de Lennon basada en ese libro que había adquirido, según algunos estudiosos, solo una semana antes: The Psychedelic Experience. La obra de Leary, Metzner y Alpert se había convertido en una guía para hacer el tránsito de la muerte del ego asociada al consumo de LSD. Era un trabajo basado en un texto sagrado budista conocido en Occidente como El libro tibetano de los muertos, pero enfocado a no tener un mal viaje lisérgico. De ahí las referencias en la letra a la pérdida de identidad, apagar la mente y dejarte llevar.
En esta época Lennon estaba sumido, gracias a distintas sustancias y según sus propias palabras, en un estado de introspección que le podía durar días. Eso se reflejó musicalmente en sonidos hipnóticos y letárgicos, casi monocordes. En ese exotismo lánguido, Harrison vio que la canción podía beneficiarse del uso de instrumentos orientales como la tambura y el sitar. Y Ringo encajó una percusión cuasi tribal propuesta por Paul, que también había potenciado el sonido de su bajo para dar más presencia a la base rítmica.
Además, algo antes el editor de los Beatles había regalado a cada miembro del grupo un magnetofón portátil Brenell, no fuera a ser que a alguno se le escapara una idea brillante por no poder registrarla fácilmente en su casa. Y fue con esa grabadora con la que McCartney, inmerso en esa fase experimental y vanguardista, creó los loops que flotan a lo largo del tema y enseñó al resto del grupo a hacerlos. Son unos bucles con las cintas cambiadas de velocidad y puestas al revés, entre los que hay risas, samples orquestales, el solo de guitarra de Taxman troceado, ralentizado y dado la vuelta o mellotrones con sonidos raros.
El productor del disco, George Martin, tuvo también que solucionar las extrañas peticiones de Lennon: que su voz sonara como el Dalai Lama en lo alto de una montaña y que pareciera que había un coro de miles de monjes. Eso, con la tecnología disponible en Abbey Road, que tampoco era la más puntera.
Pero entre Martin y el ingeniero del estudio, un audaz Geoff Emerick que no tenía miedo a trastear con el equipo, se las apañaron para crear nuevos efectos. Pasaron las voces por un altavoz Leslie con el circuito cambiado y grabaron simultáneamente dos pistas de la misma voz para mezclarlas con un pequeño retardo entre ellas. Y Lennon quedó satisfecho.
[pullquote]Quizás no haya pasado a la historia como la mejor canción de los Beatles, aunque sí como la más innovadora, reutilizada por generaciones posteriores volcadas en la electrónica[/pullquote]
Pero vamos al mensaje. Porque ese título que ahora nos parece que tiene una lectura filosófica tan profunda no fue el primero que tuvo la canción. Lennon quiso llamarla The Void, aunque ese vacío, esa nada, les pareció una referencia tan obvia a las drogas que se desestimó. Los Beatles no admitieron públicamente el contacto con el LSD hasta un año más tarde.
Así que, durante las sesiones de estudio, este corte se grabó como Mark I, para finalmente pasar a titularse Tomorrow never knows. Entonces, ¿de dónde salió ese nombre? De una frase antológica de Ringo Starr en una entrevista, una variación de «el mañana nunca llega». «Tomorrow never comes» es la frase correcta, convertida por un malapropismo en «el mañana nunca se sabe», una llamada a disfrutar del momento.
Quizás no haya pasado a la historia como la mejor canción de los Beatles, aunque sí como la más innovadora, reutilizada por generaciones posteriores volcadas en la electrónica. Pero, desde luego, su título, cargado de incertidumbre, es el que mejor nos indica cómo encarar el futuro en estos tiempos imprevisibles.