Si contemplamos las fronteras de los países solo veremos eso, fronteras. Sin embargo, si estuviéramos provistos de un microscopio que nos permitiera aumentar la imagen diez, cien, mil veces, el panorama recordaría poderosamente a un fractal.
Cuando tenemos ante nosotros la hoja de un árbol y ampliamos la imagen, los bordes irregulares empiezan a mostrar siluetas de la misma hoja completa. Y si ampliamos más esta copia de la hoja completa, de nuevo sucede lo mismo. Y así sucesivamente. Ese mismo efecto fractal tiene lugar cuando ampliamos las naciones con sus fronteras perfectamente delimitadas.
Nuestra manera de dividir a las personas es tosca y arbitraria, basada en datos incompletos. Por eso existe también el racismo basado casi en exclusiva en el color de la piel, que también es un dato tosco y arbitrario: si descendemos al detalle del código genético, y esto va a desconcertar a más de un apologeta de la eugenesia y del supremacismo blanco, advertiremos que hay más diferencias entre el genoma de dos personas de piel negra que vivan en África que entre un africano y un blanco europeo. La piel nos eclipsa, nos impide ver las verdaderas diferencias, las que se producen de individuo a individuo, detalle a detalle, y nos empuja a generalizar.
Lo mismo sucede con los países. Las regiones. Las ciudades. Los barrios. Si tuviéramos la posibilidad de conocer una a una cada una de las personas de todo nuestro país y los países vecinos, probablemente descubriríamos que quienes más se parecen a nosotros, más nos entienden, con quienes más sintonizamos a todos los niveles, son individuos que están aquí, allá y acullá.
Las fronteras, las divisiones, las nomenclaturas, las demarcaciones son intentos de simplificar la enorme complejidad, y de generalizar, porque no tenemos tiempo de conocer a todas las personas que nos salen al paso.
Por eso, y solo por eso, ya podemos afirmar que todos los nacionalismos, todas las fronteras, todas las divisiones, se basen en el rasgo arbitrario que se basen, son fundamentalmente una manifestación de tribalismo. Y el tribalismo es lo que alimenta la sensación, profunda y ajena al raciocinio, de que nosotros («Nosotros») somos mejores que ellos («Ellos»).
Porque el tribalismo es, en esencia, la incapacidad de ver la realidad fractal, la que nos presenta la razón, la ciencia y otros tantos atributos de la Ilustración. Por contrapartida, el tribalismo empuja a dejarnos llevar por la basta percepción medio ciega y medio sorda que nos proveyó la azarosa evolución darwiniana para sobrevivir en un contexto donde los grupos mayores de 150 individuos se dividían en dos y se convertían en enemigos acérrimos, persiguiendo siempre las mínimas diferencia que justificaran la escisión.
DICOTOMÍA ELLOS / NOSOTROS
Prácticamente todos los nacionalismos se basan en la idea, implícita o explícita, de que un grupo de personas es mejor que el otro en alguno o varios campos. No se diferencia mucho de la secesión de un grupo de personas de clase alta de otro de clase baja. O uno de CI por encima de 140 de otro de CI por debajo de esta cifra. Pero si estas y otras secesiones se nos antojan horripilantes, no así sucede si la secesión tiene lugar por razón de etnia, cultura o geografía. Hemos logrado sentir asco moral por algunas secesiones, pero seguimos dando pábulo a otras empleando toda suerte de gimnasia mental.
Crear nacionalismos es relativamente fácil porque nuestro cerebro está cableado para sesgarse hacia el llamado paradigma del grupo mínimo: si se establecen dos grupos basados en criterios triviales y arbitrarios, como los que adjudica por azar el lanzar una moneda al aire, la gente tenderá a favorecer a los miembros de su propio grupo frente a los del grupo contrario.
Incluso hay experimentos en la psicología social que demuestran que sentimos menos empatía o dolor si vemos sufrimiento en personas de otro grupo que no sea el nuestro. Crear grupos basados en fronteras étnicas, culturales, geográficas o cualquier otra variable es la receta segura para que esos grupos queden enemistados, en el mejor de los casos, o se enfrenten en un conflicto bélico en el que se cosifica al enemigo, en el peor. Los equipos de fútbol son buen ejemplo de ello.
El pionero de los experimentos del paradigma del grupo mínimo fue el psicólogo polaco Henri Tajfel, que fue prisionero de guerra en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Tajfel quería entender cómo era posible que la gente le considerara un apestado por ser judío o que personas normales se transformaran en nazis, como los que habían asesinado a toda su familia por ese simple hecho, su origen étnico.
Hasta entonces, la psicología postulaba que solo las personas con determinados factores de la personalidad, como el autoritarismo, tenían tendencia a alumbrar prejuicios y mostrarse intolerantes con los demás. Sin embargo, el nazismo no habría triunfado sin el apoyo genérico del ciudadano alemán «ordinario», así que Tajfel quiso demostrar que, dado el detonador adecuado, uno puede transformarse en nazi con bastante facilidad.
En la década de 1960, en la Universidad de Oxford, empezó a realizar los primeros experimentos en los que dividía a las personas en dos grupos por criterios arbitrarios, como que unos habían acertado más a la hora de determinar la longitud de una línea dibujada que otros.
En cuanto uno entraba a formar parte de uno de los dos grupos, tendía a favorecer al propio y enemistarse con los miembros del otro grupo. Tajfel acababa de descubrir que las raíces más primitivas del prejuicio no se hallaban en rasgos de personalidad excepcionales sino, de forma general, en procesos «ordinarios» de pensamiento, especialmente los de categorización. Sus estudios fueron replicados en varias ocasiones, como en el año 2002, y se obtuvieron los mismos resultados.
También se ha constatado el efecto en estudios en los que se usaron imágenes por resonancia magnética funcional (IRMf) para analizar lo que pasaba en el cerebro de las personas al someterse a estas situaciones, como los experimentos del neurocientífico David Eagleman: si se pinchaba la mano de alguien que perteneciera al grupo formado arbitrariamente para el estudio, el área de su cerebro relacionada con el dolor mostraba un pico de actividad más alto que si se pinchaba la mano a un miembro del otro grupo. Es decir, la persona sentía más o menos empatía en función de a quién se le producía el dolor.
Estos fueron los fundamentos de la Teoría de la Identidad Social, esto es, la tendencia innata de los individuos a categorizarse a sí mismos en grupos excluyentes («endogrupos»), construyendo una parte de su identidad sobre la base de su membresía en ese grupo y forzando fronteras excluyentes con otros grupos ajenos a los suyos («exogrupos»).
Y eso ocurre, sencillamente, porque nuestro cerebro está cableado para tender al tribalismo, como explican Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en su reciente libro La transformación de la mente moderna:
El tribalismo es nuestra herencia evolutiva para agruparnos y prepararnos para el conflicto intergrupal. Cuando se activa el «interruptor de la tribu», nos aferramos más estrechamente al grupo, asumimos y defendemos la matriz moral del grupo y dejamos de pensar por nosotros mismos. Un principio básico de la psicología moral es que «la moralidad une y ciega», lo cual es un truco útil para que un grupo se prepare para una batalla entre «ellos» y «nosotros». Cuando adoptamos la actitud tribal, parece que nos cegamos a los argumentos y a la información que desafían el relato de nuestro equipo.
EL TRIBALISMO GEOGRÁFICO
Décadas de experimentos psicológicos han demostrado que no solo proyectamos prejuicios positivos hacia nosotros mismos y nuestros endogrupos, sino también hacia las personas amables, las atractivas, las que se llaman igual que nosotros o cumplen años el mismo día que nosotros, porque tendemos a categorizarlas bajo reglas heurísticas semejantes a las del tribalismo.
También apreciamos estos efectos psicológicos entre distintas calles de una ciudad, distintos barrios, distintas ciudades, incluso distintas regiones. Basta que alguien encuentre un elemento diferenciador del que tirar del hilo para agigantar una muralla invisible y diseñada ad hoc.
Puede aludirse a una mayor carga tributaria, a una capacidad de trabajo más alta, incluso a derechos adquiridos históricamente, como les pasa a los protagonistas de la película británica Pasaporte para Plimlico (1949): en ella, una pequeña comunidad en mitad de Londres proclama la independencia de Inglaterra en cuando descubre un tratado que afirma que el barrio de Plimlico, una zona específica de Londres, pertenece en realidad a la Borgoña francesa.
Este derecho adquirido no solo se traduce en la petición de una nueva frontera, sino que los habitantes de Plimlico incluso empiezan a actuar inconscientemente de modo distinto para distinguirse de los ingleses.
El nacionalismo parte de la misma raíz que el nazismo, al igual que cualquier otro rasgo identitario (familia, tribu, casta, origen étnico, religión, función social y riqueza, territorio, identidad de género…). Y todas estas ramas convergen en el tribalismo.
Cuando azuzamos el tribalismo en las sociedades modernas, donde este, precisamente, no tiene mucho sentido porque la gente tiene relativa facilidad para cruzar fronteras y cambiar de nacionalidad, entonces asistimos a un grado de fanatismo e irracionalidad todavía más patente.
En los últimos años, por ejemplo, en Cataluña estamos asistiendo unas movilizaciones sociales y políticas mucho más vigorosas en pro de la secesión de España que de cualquier otra lucha o reivindicación social. El mero hecho de que este anhelo se haya convertido en lo que más compromete a la gente a salir a la calle, el que más nos enfrenta entre nosotros, el que más se presenta como la clave para resolver, si no todos los problemas al menos buena parte de ellos, es sintomático de lo que subyace en realidad en este anhelo: el tribalismo.
Mientras el tribalismo proporcione rédito electoral, se seguirá enardeciendo irresponsablemente. Por ambas partes. Combatirlo es arduo, porque la gente necesita que unos pierdan para que otros ganen. También es difícil eliminar el daño ya provocado porque las huellas neurobiológicas que ahora sesgan nuestra visión de «Ellos» son indelebles. De hecho, son muy pocos los estudios que han logrado revertir en algún grado el tribalismo empleando alguna técnica psicológica eficaz.
Una técnica la refiere Political Tribes: Group Instinct and the Fate of Nations, un libro de la profesora de Derecho en la facultad de Derecho de Yale Amy Chua: «La investigación psicológica muestra que el tribalismo se puede contrarrestar y superar mediante el trabajo en equipo: con proyectos que unan a las personas en una tarea común en pie de igualdad».
La otra ha sido recientemente descubierta por Emile Bruneau y sus colegas de la Universidad Northwestern, y se basa esencialmente en dejar a la luz las contradicciones del tribalista. Según su estudio sobre la hostilidad hacia los musulmanes publicado en Nature, quienes habían leído antes descripciones de la violencia cometida por europeos blancos, como Anders Breivik, un extremista de ultraderecha que asesinó a 77 personas en Noruega en 2011, tendían a no criminalizar a todos los musulmanes, es decir, a no categorizar, cuando leían la noticia sobre un atentado terrorista musulmán.
Más allá de estos tímidos intentos de revertir nuestra herencia prehistórica, poco más se puede hacer. Y menos cuando los políticos son conscientes de que, engordando el tribalismo, la gente deja de pensar, pierde el juicio, y vota con las vísceras y no con el lóbulo frontal.
Amor a un territorio del que solo conoces el 2% de su superficie y probablemente a menos del 0,1% de sus habitantes. ¿Puede haber algo más descabellado? La lucha entre dos pueblos, bajo esta perspectiva, es la lucha de dos entelequias, dos monstruos imaginarios que aglutinan todos nuestros prejuicios en un grupo nacido al otro lado de una colina.
Si no nos queda otra que trazar líneas tribales entre nosotros, al menos tracemos unas que nos distingan, en palabras de Steven Pinker en su libro En defensa de la Ilustración, como personas convencidas de que «la vida es mejor que la muerte, la salud es mejor que la enfermedad, la abundancia es mejor que la penuria, la libertad es mejor que la coerción, la felicidad es mejor que el sufrimiento y el conocimiento es mejor que la superstición y la ignorancia».
En otras palabras: que a ver cuándo aparece una formación política independentista de las ideas, no de los lugares donde tu madre ha decidido parirte.
Brillante
Ninguno
Sí y no.
El artículo no es formalmente válido. Que el ser humano tienda al tribalismo por herencia genética a fin de garantizar la supervivencia parece ser un hecho. Pero eso es en caso de conflicto, y los humanos solucionamos el instinto anteponiendo el sentido común.
Lo que hace falso vuestro silogismo es el argumento «Prácticamente todos los nacionalismos se basan en la idea, implícita o explícita, de que un grupo de personas es mejor que el otro en alguno o varios campos.»
Pues no, oiga.
En muchos casos es una cuestión simple de preservar una cultura.
El tribalismo es una “organización social basada en la tribu”. Y tribu es “cada uno de los grupos de origen familiar que existían en algunos pueblos antiguos”. Tambien es un “grupo social primitivo de un mismo origen, real o supuesto, cuyos miembros suelen tener en común usos y costumbres”.
Decir que “el tribalismo es lo que alimenta la sensación de que nosotros somos mejores que ellos”, es una falta de respeto hacia los sentimientos de las personas que se sienten parte de una tribu, sin sentirse ni mejor ni peor que las personas de otras tribus.
Afirmar que “el tribalismo empuja a dejarnos llevar por la basta percepción medio ciega y medio sorda que nos proveyó la azarosa evolución darwiniana para sobrevivir en un contexto donde los grupos mayores de 150 individuos se dividían en dos y se convertían en enemigos acérrimos, persiguiendo siempre las mínimas diferencia que justificaran la escisión”, es cuando menos un prejuicio que obvia la posibilidad de que los grupos tribales no compitan sino que cooperen.
Muchas de “las culturas indígenas” en todo el mundo son culturas tribales (¿todas?…) Muchas de esas culturas indígenas representan valores comunitarios que merecen respeto. Desprestigiar el concepto de tribalismo, asociándolo a un supremacismo agresivo, me parece injusto y desafortunado.
Es posible que las tribus patriarcales tiendan hacia la conquista, el sometimiento y la acaparación de poder, de patrimonio, de territorio… Y es cierto que las tribus matrifocales tienden a la gestación y la crianza de personas, de comunidades, de proyectos…
El punto de vista matrifocal es un punto de vista que favorece el desarrollo de formas de relación basadas en la cooperación en lugar de la competición.
Un artículo muy tendencioso y con bastantes premisas falsas. En resumen es aquello de que las «tribus» son siempre las de los otros y los nacionalistas excluyentes también.
«Amor a un territorio del que solo conoces el 2% de su superficie y probablemente a menos del 0,1% de sus habitantes.», entonces lo de sentirnos terrestres lo dejamos, no?… porque como conocer, conocer, no conozco ni a 0,01% de los otros 7.000 M de habitantes, ni el 0, 001% del planeta, igual esta premisa se queda floja por no decir que és básicament populista. Hablar de defender un territorio geográfico y no una de cultural creo que busca ese efecto.
«en Cataluña estamos asistiendo unas movilizaciones sociales y políticas mucho más vigorosas en pro de la secesión de España que de cualquier otra lucha o reivindicación social.», básicamente es una mentira y una muestra de desinformación. Hay otras luchas sociales detrás, hay mucha gente defendiendo muchas ideas como los principios civíles democráticos básicos. Evidentemente manejar y decidir sobre tu propio futuro es una gran ayuda.
Lo del punto de vista matrifocal és un punto de vísta más interesante, aunque no encuentro relación entre eso y la idea de la disolución de las tribus-nación. Es necesario vivír en una comunidad plana e inmaculadamente uniforme, y en ese caso quién deja de lado su cultura para abrazar la otra? que ventajas ofrece el etnocidio? La disparidad de culturas terrestres no tienen ningún valor? y si lo tiene quién lo va a preservar, el «bwana» bueno de turno? Los que no queramos vivír esa «cultura del otro» se nos respetara o seremos aplanados y asimilados a la fuerza por algún tipo de maquinaria macro-estatal?
En fin, muy mejorable.
hola Ana,
es el eterno dilema de los nacionalismos, tanto los legales como los que pretenden ser legales.
Respóndeme a una pregunta: si te dan a elegir entre un mundo más justo donde nadie se muera de hambre y se cuide el planeta, o perder un poco de tu lengua y tu cultura, que escogerías?
Lo digo porque para muchos nacionalistas parece más importante un puñado de costumbres y palabras que lo otro, cuando está más que demostrado que ciertos problemas mundiales solo van a poder solucionarse dejando un poco de lado «esas culturas e idiomas» y cediendo un poco TODOS.
Además, toda cultura e idioma es momentánea, efímera, todos los días se pierden partes de cultura e idiomas, y todas son fruto de otras que se han perdido o justado con otras. Pretender enfrascar para siempre las culturas es como pretender ponerle puertas al mar.
Pues a mi me parece muy acertado, y en alguno de los comentarios se puede comprobar.
La cultura no es algo que se tenga que defender, sino ejercer, lo mismo que un idioma. Lo contrario es lo que dice grAznar, que tenemos que preservar nuestras costumbres de los extranjeros.
con la tauromaquia se ve muy bien, quien lo considera cultura cree que hay que defenderlo, yo estoy totalmente en contra.
Petons