La lectura de este libro empieza con los ojos cerrados. Pasarán unas cuantas páginas hasta que empiecen a entreabrirse y habrá que llegar al final para que se abran de par en par. Pero no son los ojos del lector que mira Trópicos. No son ojos que leen, sino ojos que narran. Ojos pequeños, esparcidos entre retratos, que cuentan el viaje de una joven, por fuera y por dentro, escrito y dibujado por la ilustradora Naranjalidad.
Los ojos empezarán siendo oscuros porque la protagonista se halla en un momento de letargo. Aparecerán en una historia que comienza en blanco y negro, en carboncillo, porque así es el estado de ánimo de esta joven harta y decepcionada: «No sé dónde guardé la carta que te escribí, pero sí tu respuesta. Y no quiero leerla más. Por si vuelven las ganas de matarte». Y acabarán entre colores radiantes por todos lados: «Ahora estoy aquí con ganas y con motivos, y creo que el mejor final es el que no existe».
Hace años que Trópicos se iba cociendo en el subconsciente de Beatriz Ramo. En el ardor que desprendía la máquina de café del estudio de arquitectura donde iba a trabajar, cada mañana, de mala gana; en la calorina que lanza el metro en algunos de sus pasillos, cuando temprano, sin que hayan despertado aún las ganas de vivir, hay que ir a producir.
Ramo era aún arquitecta. En sus ratos libres dibujaba hasta que aquellos trazos la convirtieron en una ilustradora, Naranjalidad, que tomó su nombre de un libro de Woody Allen. La alicantina leyó en Pura Anarquía que el zumo de naranja era la esencia misma de la naranja, su auténtica naturaleza, lo que la dota de su «naranjalidad» y lo que hace que la naranja sepa a naranja en vez de a salmón ahumado o a sémola de maíz. «Es una forma muy rimbombante de hablar de la esencia de las cosas y me encantó», cuenta la autora en un café de Madrid con un café en las manos.
La palabra naranjalidad se apoderó de su atención y fue a buscarlo. No estaba en Google. Era un término ignoto y se apropió de él. «Ya tengo nombre artístico», se dijo.
Trópicos seguía cocinándose al fondo. Naranjalidad viajó al sudeste asiático y quedó enamorada de sus paisajes y de su atmósfera húmeda y cálida. «Si un día escribo un libro, tendrá que ver con este viaje», pensó. Era uno de los dos requisitos que se propuso. El otro: «Tendrá que ser con Lunwerg».
La llamada
Y un día de enero de 2016 se produjo la llamada. La editorial Lunwerg le ofreció escribir un libro. «Tenía que pasar», pronuncia la alicantina con unos ojos brillantes y ondas en el pelo que parece haber tomado de alguno de los retratos que dibuja. «Tenía una idea vaga sobre lo que quería hacer. Me gustaba aquella atmósfera tropical, quería que hubiera algún reflejo de mí y de mis amigos».
Pero le faltaba una estructura clara. Le dio muchísimas vueltas a todo y acabó montando un viaje de una joven por el mundo y a la vez por los confines de su intimidad. Un viaje que empieza huyendo en barrena y acaba en el lugar de partida ya con las piezas en orden. Naranjalidad partió de experiencias vividas pero las dramatizó para convertirlas en una historia con fundamento. «Hay una base real, aunque, a veces, se llevan al extremo», indica.
—¿Desamor? —pregunta, sorprendida, ante esta pregunta—. Es curioso. Otras personas también me lo han dicho, pero yo no lo veo así. Para mí es decepción y esa parte no es autobiográfica. Pero me parece muy bien que cada uno lo lea a su manera.
Naranjalidad se propuso abordar «el tema de los cambios en la vida» y «esas etapas en las que todo en tu vida está patas arriba». Aunque, al final, en estas doscientas páginas solo le ha dado para «arañar» el asunto porque, recalca, «podía haber sido mucho más profundo».
La ilustradora temblaba de miedo antes de enviar esa propuesta a Lunwerg. Pero un día por fin se decidió. Escribió el argumento, con la inseguridad entre los dedos, y lo envió a su editor. Ni un pero. Aceptaron a la primera y Naranjalidad hizo las maletas. Huyó a Alicante desde la ciudad donde vive, Madrid, para aislarse del mundo.
El encierro
Los valientes empiezan por lo más duro; los demás lo dejan para el final. Naranjalidad se encerró en una casa en la playa para afrontar lo que más miedo le daba: escribir el texto. «No soy escritora. Por eso, cuanto más escriba, peor», dice, convencida, la autora de un texto de una belleza nivel dios.
—¡…! Pero si son textos poéticos.
—Lo que ocurre es que, como quiero escribir lo justo, suelto la bomba en dos frases —rebate la ilustradora.
—Y tus metáforas y tus imágenes… Son muy potentes. Esta, por ejemplo: «Era español y también era un saco de boxeo, o al menos le habían confundido varias veces con uno».
—Es que soy muy visual —noquea por segunda vez.
En las dos semanas de clausura «vomitó» el texto. Así lo siente y lo describe ella: «Lo hice sin reposar, a lo bestia». No fue difícil porque eran ideas que ya estaban muy interiorizadas. «Me dediqué a darle al teclado, poseída por el trance, pasando a limpio cosas que estaban ahí». Después lo pulió con su editor, lo dividió en capítulos y empezó a contar la historia en dibujos.
Al volver a Madrid las agujas del reloj le dieron un aviso. No había suficientes manecillas para marcar a la vez una vida de arquitecta y otra para ilustrar. Beatriz Ramo dejó el estudio de arquitectura y ya, solo como Naranjalidad, se confinó de nuevo a dibujar hasta que, con la llegada del verano, ya estaban todas las ilustraciones de Trópicos.
«Las hice siguiendo el orden del libro. De principio a fin, y es raro porque no suelo trabajar así. El principio, en blanco y negro, refleja cómo me sentía yo antes», comenta, alegre, en la terraza de una calle bulliciosa donde pidió sentarse antes de que llegue el frío. «Lo que me pedía el cuerpo era reflejar cómo estaba yo. El viaje que cuenta el libro también lo hice yo misma sentada en mi escritorio».
La historia dibujada
El viaje transcurre entre dibujos a lápiz, colores de acuarela, retratos, textos breves y flashbacks. De pronto, la narración para en seco y aparece una palabra escrita a mano que dice: FLASHBACK #3. Esa ruptura aparece así, de imprevisto, sin que nadie la espere y nadie la llame. Igual que ocurre con un mal recuerdo que se presenta, de pronto, como si alguien sintiera que le han tirado un saco de mierda a la cabeza. «Son imágenes que te vienen de repente, imágenes pasadas que cuando son malas, te dejan descolocado», indica. «Pero no pasa nada. Todo está bien».
Naranjalidad introdujo estos recuerdos repentinos en su historia con una intención. La autora quería decir que no hay que temer las memorias que asaltan cuando uno las está olvidando. «No significa que sea un paso atrás», acentúa. «Son paréntesis que ocurren dentro de la historia».
A veces las voces se desparraman por las páginas. El chorreo ocurre cuando el texto, en vez de seguir las líneas, se mueve en caligramas en forma de gotas, espirales o siluetas de árbol. «Es un juego con las palabras y rompe la ilustración. Es un guiño a la ilustración», explica la autora de Trópicos.
Y a veces entre la letra de imprenta, aparecen palabras manuscritas. Las escribió la autora y las introdujo entre los párrafos de tipografía mecánica. «Yo no tengo una letra bonita. No se entiende», comenta la alicantina. «Pero el editor me dijo que daba igual. Era mi letra y dice cosas de mí. Por eso tenía que salir en el libro». La convenció y entonces de resistirse a enseñar su letra pasó a encaramarse en el subtítulo que aparece en la portada.
En esta historia llena de las plantas y flores que Naranjalidad lleva añadiendo a los retratos que dibuja desde hace cuatro años se enredan el amor y el desamor. El relato arranca de un letargo y termina en un despertar que simbolizan los ojos que recorren todo el libro, que se posan en el rostro, el cabello, en el aire y en la piel de todos los personajes. Unos ojos que sobrevuelan como moscas silenciosas y que la ilustradora coloca, como un viso, para evitar los trazos evidentes. Son «cositas que regalo para los lectores que miran despacio».