Comenzamos haciendo ruido y el ruido se convirtió en palabras. Al principio, los homínidos nombraban a los animales y a las cosas imitando sus sonidos o copiando alguna de sus características más evidentes. Algo parecido a lo que todavía hoy hace un niño cuando llama guauguau a un perro.
Así, el primer lenguaje fue más un compendio de interjecciones y onomatopeyas que otra cosa.
Pero llegó un momento en que la cuantía de los objetos, la diversificación de las emociones y la necesidades expresivas exigieron un sinnúmero de nuevas palabras. Así, estas tuvieron que abandonar su carácter puramente imitativo para alcanzar niveles de abstracción más elevados.
Gracias a ello hoy se puede escribir un artículo como este sin tener que recurrir exclusivamente al bang, ouch, plaf, puaj, uf, grrrr, kikirikí y cosas por el estilo. Sin embargo, algo queda siempre de las cosas que hacíamos en el pasado, y por eso son incontables las palabras que siguen emulando, aunque de forma más distante, a su referente original.
Tal vez un ejemplo pueda ayudarnos a comprender esto. Elijamos dos palabras e imaginemos que no las habíamos oído nunca antes: cocodrilo y lagartija. Y ahora, imaginemos también que por primera vez vemos una imagen de esos dos animales. ¿A cuál de ellos le asignaríamos la palabra cocodrilo y a cuál lagartija?
Resulta evidente que una palabra tan fonética como cocodrilo le pega más al mayor de los dos reptiles. Impresión que, por cierto, le ayuda a cruzar barreras idiomáticas sin grandes transformaciones.
En inglés, francés, alemán y ruso, respectivamente, cocodrilo se escribe: crocodrile, crocodile, krokodil y krokodil. En cambio, la pobre lagartija, que no impresiona nada, se escribe lizard, le lézard, eidechse y yashcheritsa. Esta diferencia en la impresión de las palabras funciona también en dirección contraria. Imaginemos ahora que estamos paseando junto a un río y nuestro acompañante señala de repente bajo nuestros pies gritando cocodrilo o lagartija.
Resulta evidente que nuestra reacción será muy distinta con tan solo haber escuchado una de las dos palabras, aunque aún no hayamos visto animal alguno. Pues todo esto que pasa con los nombres de los animales y las cosas, sucede también con las personas. Los nombres que tenemos asignados (es decir, los que nos pusieron nuestros padres) determinan en gran medida la visión que los demás tienen de nosotros mismos.
Si eres varón y tus progenitores tuvieron la ocurrencia de ponerte Aníbal, Atila, Calígula, Hércules, Matusalén o Nabucodonosor, lo vas a tener mucho más difícil que si hubieran elegido otro nombre con una carga historia menos peyorativa. Pero si les dio por elegir Agapito, Bartolo, Pánfilo, Simplicio o Tancredo tampoco deberías de estarles eternamente agradecido, porque las bromas que tus semejantes harán a tu costa serán interminables.
Los mismos ejemplos podrían ponerse con nombres de mujer. Pero no seré yo quien se meta en ese charco. En cualquier caso, ya sea por razones fonéticas, por sus fáciles pareados o por sus referentes de cualquier tipo, lo cierto es que los nombres nos marcan durante toda la vida. Y muy especialmente (este sí que es el peor de los escenarios) cuando el mismo contradice el aspecto físico de la persona.
Si un bebé bautizado Hércules, pongamos por caso, sale luego un tanto enclenque, las chanzas no le abandonarán hasta el final de sus días. Los nombres nos marcan porque son los demás los que los pronuncian. Y si no queremos que a alguien le llamen cocodrilo cuando es lagartija, o lagartija cuando es cocodrilo, pensémonoslo dos veces cuando venga al mundo, antes de asignarle el que llevará puesto toda la vida.
Angosto, como nombre de mujer es de lo más…
Mi hijo se llama Aníbal y pese a que no conquistó Roma, fue un gran estratega y caudillo de su época. Así que peyorativo, nada.