El trayecto desde el aeropuerto JKF en Nueva York, situado en Queens, en dirección a Manhattan está jalonado de varios enormes cementerios que sorprenden al viajero cristiano y europeo por su impudicia y su falta de referencias estéticas. Esto es así porque los camposantos del mundo anglosajón casi no tienen cruces. Son lápidas rectangulares, a menudo sobrias, sin ornamento alguno, como si sus difuntos habitantes del subsuelo quisieran prolongar en la otra vida las privaciones y austeridades que a buen seguro les condujeron a la muerte.
Por su parte, la mayoría de las tumbas escocesas se encuentran en un terrible estado de conservación que propicia que las lápidas ennegrecidas y cubiertas de musgo se hallen quebradas, o trazando peligrosos ángulos con el suelo tapizado de hojarasca y humedad, y parecen a punto de caer, por lo que son frecuentes los carteles de advertencia a los visitantes.
El objeto de estas indicaciones es de una naturaleza más legal que sanitaria, y su intención es exonerar al Council (Ayuntamiento) de cualquier accidente y disuadir así de emprender cualquier demanda judicial. Una de esas lápidas puede pesar cientos de kilos, y si nos sorprende escudriñando las inscripciones manoseadas por los siglos, es posible que en vez de un cadáver la gran piedra termine custodiando dos.
Pero precisamente en esas inscripciones anida el hechizo. Los cazadores de tipografías son una especie al alza. Letraheridos en un sentido no literario, sino formal, son personas fascinadas por la magia de los tipos, y no de los tipos de interés, nos referimos a las formas de cada letra. No pocas tipografías se han inspirado o directamente copiado de las encontradas en inscripciones mortuorias de siglos pasados. Están libres de copyright y fueron ideadas y talladas a golpe de escoplo por los maestros del gremio hace cientos de años.
Bien es sabido que J.K. Rowling acuñó buena parte de los nombres de su millonaria saga de Harry Potter paseando por Greyfriars, quizá el más famoso de los cementerios de Edimburgo. Situado frente al Scottish National Museum, su entrada se halla flanqueada por un pub llamado precisamente Greyfriars, cuyo interior es oscuro pero confortable, y una pequeña y encantadora tienda de bellas artes que huele a óleo, a lienzos y a trementina.
La tumba más famosa de este camposanto es la de un perrito llamado Bobby, que no se separó de la de su amo durante ¡catorce años!, y que por ello disfruta de su propia estatua ante la que todos los turistas se toman fotografías.
Existen tumbas reservadas, con estructuras de piedra a modo de doseles, que hoy utilizan los youngsters para hacer su particular botellón macabro, como así acreditan restos de botellas de vodka y alguna de tequila que aparecen sistemáticamente todos los fines de semana, a menudo junto a condones usados. Este último detalle revela la naturaleza épica de estos jóvenes, dadas las condiciones climatológicas de Edimburgo, donde el frío no parece ser peor enemigo de la libido que el miedo a los muertos.
Lo cierto es que en aquellas latitudes, en cualquier patio trasero pueden brotar las tumbas, como raros arbustos de piedra que alguien hubiera plantado en tiempos oscuros. Escudriñar sus letras, que a menudo se leen con dificultad puede reportar inesperados botines, tanto en lo estético como en su contenido, resultando especialmente conmovedores aquellos intervalos de muy pocos años entre el nacimiento y el óbito. Nos referimos a las tumbas de niños, tan frecuentes en aquellas épocas de mortalidad infantil mucho más elevada que la actual.
En la imagen vemos un pequeño cementerio judío situado entre dos bloques de apartamentos que apenas alberga una docena de finados, y cuya superficie no es mayor que la de cualquier pub de la ciudad, pero cuyas lápidas muestran hileras de bellos caracteres hebreos.
Cada pequeña iglesia, y hay muchas en la capital de Escocia, tiene su parcela de jardín y sus muertos reposando en pequeñas y coquetas praderas llenas de cadáveres. Los párrocos, con la ayuda de voluntarios, mantienen en orden estético y moral a todos los huéspedes subterráneos. Precisamente en los jardines de Saint Cuthbert’s Church, al sur del castillo, encontramos la misteriosa tumba de Sir Archibald Megget, que además de escritor fue Gran Maestro de la Logia XXIII. Los masones también hallaban pues reposo en estas laderas.
Una placa con algunos de los hombres ilustres que, como David Hume, que disfruta de su propio panteón circular, preside la entrada al cementerio de Calton, desde el que se domina toda la ciudad, y al que se accede por unas prolongadas y angostas escaleras.
Cuando los grandes cuervos graznan a diez metros sobre nuestras cabezas, los árboles descarnados alzan sus dedos de madera al cielo plomizo, como implorando un rayo de sol que no habrá de llegar hasta meses después; y los primeros copos de nieve tapizan la memoria de todos esos antepasados, es fácil arrojarse en los brazos de la fantasía y pensar en los mitos de Cthulhu.
Stirling es una pintoresca localidad de unos treinta mil habitantes, a menos de una hora en tren de Edimburgo, hacia el noroeste. En las laderas de su castillo se extiende uno de los cementerios más hermosos y a la vez sobrecogedores de Escocia, y eso es mucho decir. En este entorno fantasmagórico los huesos comparten subsuelo unos con otros y los apellidos que pueden descubrirse en las lápidas dan pistas sobre el clan al que pertenecen. MacArthur, MacAlpine, MacAlister, MacMillan… La orografía del lugar, jalonado de colinas, pendientes, pequeños valles y promontorios, todo ello vigilado por las almenas del sobrio castillo, provocan una sensación que recuerda inevitablemente a la obra de H.P. Lovecraft. Precisamente el cementerio de su Providence natal, donde reposa el autor de En las montañas de la locura, recuerda poderosamente los camposantos británicos. No en vano la región de Rhode Island, junto con otros estados como Maine, New Hampshire o Vermont, se conoce también como Nueva Inglaterra. Y es en esa atmósfera en la que las tumbas florecen en los jardines y en los patios traseros como malas hierbas de difícil erradicación.
Al igual que un cazador de setas ha de llevar su navaja, su cepillo y su cesta, un cazador de tipografías debe proveerse, además de la consabida cámara fotográfica, de abundantes lienzos de papel rugoso y poroso y de barras de carboncillo de distintos grosores.
Aplicando el grueso papel sobre la inscripción de la lápida y frotando enérgicamente el carboncillo el cazador obtiene su presa, en un bello negativo, que también sirve para los bajorrelieves que pudieran ornamentar las letras.
La incineración es más sostenible, más moderna, más sensata y más práctica, pero carece de la magia del lenguaje, de esos caracteres que algún día habrán de adornar nuestra última buhardilla subterránea, un chiscón angosto en el que no se precisa mucho espacio, pero que requiere de una boya en el exterior para orientar al visitante: la lápida y sus inscripciones.
La carne se pudre y los huesos se pulverizan, pero las palabras pueden sobrevivir durante siglos.
Espoleado por la falta de sitios de interés en mi localidad (Ciudad Real, donde la crisis cerró los pocos museos que había) a los que llevar a mis alumn@s a aprender algo más que libros y apuntes, decidí hace años realizar una ruta en el cementerio local. Es toda una gozada rodearse de contenidos históricos, literarios, artísticos y geográficos. A consecuencia de tan grata experiencia monté el siguiente vídeo, difícil de entender fuera de contexto pero para mí muy útil… y divertido. Salud: https://youtu.be/bK3FKuNe_HI