«¡Remad como si quisierais alimentar a vuestras familias!». Con esa frase se animan todavía los lamarelanos, última comunidad que mantiene la pesca de cachalotes como método de subsistencia. Los habitantes de esta pequeña isla de Indonesia siguen con un estilo de vida que va en proceso de desaparecer y que ha rescatado el periodista Doug Bock Clark en Los últimos balleneros, publicada en castellano por Libros del Asteroide.
Hasta hace poco, en Azores se profería un grito parecido. Este archipiélago portugués, compuesto por nueve islas, tenía fama por su pasado, en estrecha relación con los cetáceos. A sus puertos, en medio del océano Atlántico, llegaban las barcas cargadas con sus inermes cuerpos para servirlo como comida o para elaborar productos como el aceite. Las gestas de sus habitantes, luchando contra este animal de hasta 30 metros y 100 toneladas, pueblan ilustraciones, fotografías y páginas de novelas.
Moby-Dick, la obra magna de Herman Melville, por ejemplo, apunta a uno de sus bares como el lugar de encuentro de marineros como el protagonista. Y casi cada rincón recuerda esta actividad. A pesar de que forma parte de otros tiempos: desde hace décadas, Azores solo tiene a las ballenas como atractivo turístico y no como alimento. Además, la Región Autónoma portuguesa goza de una cantidad de visitantes mesurada, que catalogan como sostenible y, al contrario que en otros rincones del planeta, no ha esquilmado su patrimonio.
Independientemente de sus posibilidades, Azores no ha abusado de sus recursos. Ha preferido que sus parques naturales, sus costas de guijarros, su gastronomía o esa tranquilidad que anhela tanto el marino como el turista se deguste a pequeños sorbos. Sin multitudes en los aparcamientos, sin grandes cadenas hoteleras y sus neones chispeando en los puertos. Esta región portuguesa de unos 250.000 habitantes ha preferido la sostenibilidad. Incluso tras un periodo de enormes dificultades debido a la COVID-19.
«Durante el periodo de mayor impacto de la pandemia optamos por las restricciones de toda la zona euro. No podían pasar los visitantes sin un pasaporte de la vacuna o sin una PCR de 72 horas antes. Además, si pasaban más de seis días o se movían entre las dos islas principales, San Miguel y Terceira, necesitaban otro test», explica Gracinda Sousa. La directora de servicios e información turística de este archipiélago añade que, antes de la epidemia, Azores siempre presumió de «mucha apertura», aunque de forma «estructurada».
Se centraron, sobre todo, en la «disciplina de la oferta turística». «La idea principal es valorar el territorio, atrayendo un perfil que aprecie este valor, y no restringiendo el acceso a los viajeros», comenta Sousa. El espacio, arguye, «requiere una gestión cuidadosa de los elementos que lo componen, a pesar de tener una increíble diversidad de recursos naturales y culturales».
«La estrategia adoptada para el turismo en la región se ha basado, desde hace varios años, en un modelo de desarrollo positivo que busca hacer de las Azores un destino turístico sostenible y no masivo, donde destacan la naturaleza y la excelencia de la experiencia del viajero», apunta la responsable.
Lo demuestra un paseo por alguna de sus islas. En Terceira y San José, con aeropuerto y líneas de bajo coste, se percibe cierta afluencia en sus zonas naturales o playas más asequibles. En otras, como Pico, grupos de excursionistas se arremolinan para subir a la montaña de 2.351 metros de altitud que le da nombre. En ningún caso, las colas son agobiantes: apenas se ven en la puerta de algunas agencias o en los puertos donde se sale a ver ballenas. Esta actividad es una de las principales después de que se prohibiera la caza.
«Pasamos de usar a estos animales como sustento a usarlos como reclamo turístico», apunta uno de los guardias del Centro de Artes y Ciencias del Mar, en Pico. En esta isla fue precisamente donde se mató el último ejemplar de cetáceo. Ocurrió en 1987 como protesta por la prohibición, que entró en vigor en 1982 pero no se aplicó plenamente hasta 1986.
Ahora explican en este museo rodeado de agencias cómo desde mediados del siglo XIX los habitantes del archipiélago vivían de eso: salían a la mar con sus arpones y su fuerza bruta como únicas herramientas para cazar cualquiera de los 20 tipos de este mamífero que residen en estas aguas.
Aún permanece ese espíritu de cuando, según rememoran en Azores, solo existía «la tierra, el mar y las ballenas». En sus plazas hay placas recordando a los balleneros. En sus bares, los parroquianos no dudan en narrar alguna historia de duelos entre el hombre y el animal marino más grande del mundo.
Uno de ellos es el Peter Café Sport, en Faial. Aquí, al lado de la bahía de Porto Pim que inmortalizó el escritor italiano Antonio Tabucchi en uno de sus relatos, se ambientó Moby Dick, la gran epopeya de un navegante y su obsesión por un cetáceo. A media mañana ya se percibe movimiento entre sus mesas. La leyenda literaria le precede: no solo retumba el relato de Melville, sino que se oyen conversaciones de quienes acaban de pisar suelo firme después de semanas de odisea oceánica.
Dejan la impronta ilustrada en las rocas del puerto: como retales de tela en un ejercicio de patchwork, cada cuadrado de piedra está pintado con la fecha de salida y entrada de una expedición. Otro de los atractivos de Azores, que en la protección del ecosistema y la transformación de su industria ballenera ha perdido no solo las costumbres de decenas de habitantes, sino un arte en extinción: el scrimshaw o la talla en dientes de cachalote.
Esta disciplina se puede ver en las vitrinas de algunos locales privados o en las del chalet de John van Opstal, el último «maestro». «Permanecerá como algo de culto y eso que la inversión es mínima: una aguja, tinta y la pieza», advierte. «El scrimshaw ha muerto», agrega sin lástima desde su elevada casa de Faial, «como lo haremos nosotros y como pasa a diario con tantos oficios. Lo normal».
Que se desvanezca este oficio es un reflejo más del cambio de los tiempos. «Era habitual encargarlas como recuerdo o amuleto», anota Sonia Rosa, guía de 32 años de una colección situada encima del Peter Café Sport. Antes se enseñaba de padres a hijos y se desarrollaba en las travesías o esperas de pesca. Ahora, en la región es un souvenir caduco. Y un exponente de cómo pretenden no solo terminar con un hábito dañino, sino cuidar la imagen de sostenibilidad.
«Valoramos el equilibrio entre la preparación de la oferta, el sistema logístico y los flujos turísticos, así como la estrategia de promoción vigente. Todos ellos han sido elementos determinantes para garantizar la no masificación de las Azores como destino turístico», concede Sousa, indicando que la región portuguesa está certificada con la categoría de sostenible según los «estrictos criterios» del World Business Council For Sustainable Development (WBCSD) y que responde, a su vez, a «las tendencias internacionales» de elegir destinos donde exista «un contacto inmersivo, pero respetuoso, con las comunidades locales».
«En Azores prima la calidad sobre la cantidad, y se trabaja para atraer a un tipo de turista que tiende a dejar más valor en la economía regional», agrega
Sousa defiende, no obstante, que haya una «conciencia de que el crecimiento del turismo requiere un adecuado seguimiento y, si no se gestiona adecuadamente, podría conducir a un consumo excesivo de algunos recursos con daños ambientales, económicos y socioculturales irreversibles, como ocurre en muchos otros destinos turísticos». Su compromiso, señala, es evitarlo.
«No abdicaremos en esa estrategia», aduce, incluso después de una pandemia que «ha sacudido la línea de crecimiento en el sector». En 2019, según un informe gubernamental que ya subrayaba la predominancia de la gente y el entorno sobre el turismo, pasaron 972.000 visitantes nacionales y extranjeros. En 2021, ahuyentado el bache de la crisis sanitaria, se registraron más de 235.000. Y en lo que va de 2022, casi 450.000.
«El foco estará puesto en asegurar un modelo de turismo positivo que promueva la mejora de las condiciones de vida de las poblaciones locales, al tiempo que asegura la apreciación de la cultura local y la preservación del medio ambiente ecológico», insiste Sousa, que ve esta postura como una declaración de principios.
«Nuestra superficie terrestre es pequeña, fragmentada y repartida en nueve islas, pero de increíble belleza y manifestaciones naturales y culturales únicas», resalta, «tenemos un historial de superación de dificultades ante la escasez de algunos recursos y la imprevisibilidad de algunos fenómenos naturales y climáticos, vivimos con ecosistemas sensibles, y gestionamos permanentemente la necesidad de combinar los recursos existentes con la evolución de la sociedad. Por lo tanto, tenemos una conciencia colectiva muy fuerte de la necesidad de mantener este equilibrio para garantizar el futuro de la región».
Una conciencia diferente a la que prima en muchos lugares del mundo. El turismo se ha convertido en el talismán económico de múltiples naciones. Tanto en continentes como Asia o Sudamérica como en puntos de la geografía española: véase la controversia de modelos en Baleares, con Magaluf como destino de borrachera y Menorca como burbuja de la biosfera, o la voracidad urbanística del litoral Mediterráneo.
El problema del sector, según el investigador Andreu Escrivà, empieza desde el origen: «Es un tema complicado, pero lo fundamental es que no se convierta en el apoyo único de la economía y que se dimensione: hay un concepto en ecología de capacidad de carga, que mide cuánto es capaz de soportar un lugar. Y no depende solo del precio a pagar, sino de una cifra concreta, como cuando en un aparcamiento de una laguna se permiten solo 50 coches».
«No hay una cuadratura del círculo ni en el turismo ni en otras cosas, pero hay mejores formas de hacerlo. Lo primero es que no nos tiene que dar miedo decir que nos sobran chiringuitos, hoteles o tipos de visitas. Pero no solo se tiene que mirar el destino, sino el viaje desde su principio: habría que ver cómo se reducen las emisiones desde la partida», adelanta el ambientólogo y divulgador.
La compatibilización de estos dos mundos —la conservación contra el rendimiento económico— se inicia reduciendo el «turismo superfluo», como el de las reuniones de negocios, aclara Escrivà: «Las ganas de salir no van a parar, ni antes ni después de la pandemia. Lo que hay que hacer es ser capaces de ofrecer turismo de alta calidad cerca de casa y respetuoso. Que no solo se venda con panfletos de papel satinado y vídeos explosivos, mostrando lugares de usar y tirar, sino que se sepa cómo y de qué están hechos».
Ocurre en Azores, «un destino joven» para Gracinda Sousa. «Dado que el turismo es una actividad transversal con implicaciones directas en diversos sectores, incluido el medio ambiente, se incrementa la responsabilidad y la necesidad de crear valor económico sin degradar las características existentes, la experiencia del visitante y la calidad de vida de los habitantes», esgrime.
«En resumen, uno de nuestros grandes desafíos es el desarrollo de la sostenibilidad medioambiental, económico y social en la región con el de la actividad turística», advierte Sousa, acordándose de la identidad pretérita y la presente: de los gritos de cazadores empuñando un arpón se ha pasado a los de los turistas, que se sobresaltan mientras inmortalizan con sus cámaras el salto de una ballena.