O más de una. Martín Olmos ha pasado muchas tardes y muchas mañanas con la canalla. Leyendo de ella. Escribiendo de ella. El periodista de Bilbao lleva años contando crímenes de todo pelaje y, por eso, asegura que «el hombre lleva asesinando a sus semejantes desde que descubrió que una piedra es más dura que una cabeza». Eso dijo en uno de los relatos que aparecen en su libro Escrito en negro (Una tarde con la canalla), editado por Pepitas de Calabaza.
«La razón de matar es grandilocuente en los magnicidios, quizás altruista, pero normalmente es codiciosa y se viene matando frecuentemente por quitarle al otro lo que tiene», continúa el artículo. «Y puestos a buscar causas, David Berkowitz decía que asesinaba porque se lo mandaba el perro de su vecino, que era el diablo Belcebú. (…) Pero no se mata por nada como no se sale a la calle una noche de diluvio si no se tiene que ir a por pitillos».
El interés por el crimen es algo antiguo. Incluso rentable. Narrar asesinatos se convirtió en negocio hace dos siglos. «Los periódicos descubrieron que la narración de atrocidades rentaba en 1888. En Londres, con los asesinatos del Destripador y por acá, con el crimen de la calle Fuencarral, que dobló la tirada del diario El Liberal».
Desde hace cinco años Martín Olmos relata sucesos en el diario El Correo. Ahora acaba de presentar esta antología. Y hoy, aquí, habla del crimen.
Hubo un día para la primera historia de un asesinato.
Empecé escribiendo en la revista Cultura hace más de diez años y resulta que derivaba naturalmente hacía temas en los que alguien acababa muerto. Quizá debería haberme preocupado, pero, en cambio, me sentía cómodo en el género. Terminaba asociando el día de San Valentín, inevitablemente, a la matanza de Al Capone de 1929, en vez de indagar sobre el origen de la celebración o si ahora se felicita más con un mail en vez de con flores.
Es como si cuando alguien sacaba un revólver, me levantaba el artículo. En el centenario de la muerte de Lewis Wallace, el autor de Ben Hur, escribí sobre el pistolero Billy el Niño porque Wallace era gobernador de Nuevo México en aquellos tiempos y le prometió un indulto que no cumplió. La gestación de Ben Hur es interesante porque es una novela que desciende de una especie de proceso de conversión religiosa del autor, que además fue un militar desprestigiado por el general Grant, quizá injustamente, después de la batalla de Siloh. Pero me parecía más reseñable hablar de El Niño, del bandido adolescente de la frontera, del asesino joven, que también interesó a Borges y a Sénder. Al final dejé de buscarme excusas y escribía directamente efemérides criminales. Creo que la primera que hice fue la de Jarabo.
El interés venía de mucho más lejos…
Los sucesos me gustan desde siempre. A los niños les interesan las historias macabras. Los cuentos infantiles clásicos son crónicas criminales. La madre de Blancanieves era una envenenadora muy parecida a Pilar Prades, la envenenadora de Valencia que se cargaba a las esposas guapas de sus señores.
Hansel y Gretel es una cosa horrorosa. Es una mezcla de pedofilia y canibalismo, y se lo cuentan a los niños. No me preguntes con qué intención. Igual para prepararles para lo que les viene encima. Las historias criminales, si envejecen lo suficiente, se acaban integrando en el folclore y, por lo tanto, en la cultura. Mientras están tiernas son sucesos o noticias y no hay que tratarlas con bromas porque está la sangre todavía sin secar y no es cosa de hacer frases. Pero cuando les llueve encima, casi se convierten en parábolas, según el estado de ánimo del que las cuente.
Y ocurrió que descubrió cierta belleza bajo el horror. Empezó a buscar el lado más lírico del drama.
Tienes razón. Un asesinato no tiene lírica. El resultado final de un crimen es la muerte prematura de un ser humano y, por lo tanto, una colección de dramas que se suceden después como los flecos de una manga. Sin embargo, puedes encontrar un matiz extraordinario, que puede ser lírico o hasta cómico.
Eugenio Suárez, el fundador de El Caso, tuvo la intuición de crear un semanario de sucesos cuando vio la expectación que levantó el crimen del Monchito. El Monchito le pegó treinta puñaladas con una espátula de rascar pintura a la mujer de su antiguo patrón para robarle 70.000 pesetas y después se fue a comer un bocadillo de jamón. No era un tío muy listo, más bien estaba a cinco minutos del retraso mental, pero le dieron garrote igualmente. La noche antes de su ejecución rellenó una quiniela y dijo que se iba a ir a jugar a los bolos con los angelitos. Era un infeliz, y ese candor te proporciona el matiz para escribir una crónica diferente. Además, la ejecución fue una chapuza y tardaron como media hora en partirle el cuello. De repente, le encuentras cierta ternura al asesino que en realidad mató a una mujer por cuatro perras y un reloj.
(Ilustración: Cranio Design)
Averiguó que «un suceso con sangre y celos interesa lo mismo al bachiller que al patán, pero le suele dar vergüenza reconocerlo». ¿Por qué?
A El Caso le llamaban ‘el periódico de las porteras’. Quizá los demás solo leían a Proust o vete a saber. Al principio, los crímenes los contaban los ciegos en la plaza, tocando un violín de fuelle, y los escuchaban los campestres, que los de más posición ya se entretenían cazando. Dicen que los que compraban El Caso en el quiosco lo escondía debajo del ABC porque les daba un poco de vergüenza que los vecinos les viesen leyéndolo.
En primero de bachillerato, teníamos un profesor un poquito asambleísta (tenía barba y eso daba prestigio de moderno) que guardaba una hora a la semana para que se debatiese un tema de actualidad. Nosotros éramos una patulea de ignorantes, pero siempre había un par de listos o tres que disertaban sobre la transición o la ecología o ese tipo de cosas. Un día un chaval propuso debatir sobre el destripador de Yorkshire, que era el asesino que estaba dando que hablar en aquella época porque aún no le habían cogido. El profesor se puso hecho una fiera, muy decepcionado por nuestros intereses, y dijo que aquellos debates eran una cosa seria y que los crímenes eran para comentarlos en la peluquería. A ver si le veo un día y le digo que me han dado un premio por escribir sobre malvados.
Escribió que «el ser humano es una especie extremadamente peligrosa», quizá el único animal capaz de exterminarse a sí mismo.
Esa es una frase de Konrad Lorenz, el etólogo, que aseguró que el ser humano no ha conseguido desarrollar ningún mecanismo que le inhiba la agresividad. El hombre se empeña en exterminar a las otras tribus y cuando se le acaban todas, organiza una guerra civil. Es su naturaleza de cazador, como el carácter del escorpión de la fábula, que mató a la rana y se ahogó.
Encontró y metió en su libro una cita fascinante de Thomas de Quincey: «Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente».
Es una frase mítica. Creo que la han citado un montón de veces, pero tiene su razón. Si empiezas por la iniquidad más brutal, le pierdes el respeto a las menudas. Si alguien saca a su propia madre de la cama el día de navidad y le pega una paliza de muerte, supongo que luego no le da mucha importancia a escupir en el suelo o a no cederle el asiento en el metro a un cojo. Aunque hay excepciones: Richard Kuklinski, por ejemplo. Este asesino de la familia de los Gambino, al que llamaban el Hombre de Hielo, se cargó a más de cien personas y nunca se iba de putas. Se metió en el negocio de las películas porno pero no acudía a los rodajes porque le parecían una cosa indigna y denigrante. Era un tío que una vez le cortó la cabeza a otro. Una bestia parda de dos metros. Murió en la cárcel hace ocho años.
Decidió relatar crímenes de épocas pasadas. Y pasaba horas y horas documentándose para intentar ser muy fiel a la escena del drama.
Me manejo relativamente bien entre libros y la documentación, al final, es como esas filas de fichas de dominó. Un detalle te lleva a otro y terminas usando un montón de referencias que aparentemente no tienen una relación directa con el hecho y, en cambio, enriquecen la narración. O eso pretendo, por lo menos, aunque no siempre lo consiga.
Me pregunto si habría deseado conocer a alguno de los asesinos de sus historias. Tenerlo frente a frente.
Pues no lo sé. Me imagino que sería como conocer a escritores célebres que luego resulta que son decepcionantes en el trato social. Yo tampoco soy un lince social y suelo parecer un campestre en una coronación cuando me presentan a alguien. Una vez conocí a un asesino, o más bien a un tío que mató a otro.
Cuando estaba en la universidad, durante los veranos, solía trabajar en una empresa de productos lácteos. Ahí contrataban a los hijos de los trabajadores para cubrir las vacaciones y mi padre trabajaba allí, claro. Resulta que uno de los obreros, al que llamaban Paco el Mexicano, se había cargado a cuchilladas al querido de su mujer. Esta historia es un disparate. Paco el Mexicano era extremeño, había estado en Alemania, en la emigración, y mientras él estaba fuera, su mujer se buscó a un menda que le guardase el sitio. Le avisaron los conocidos por carta, imagino que por fastidiar. A ellos qué les importaba. Paco el Mexicano, primero, se enfadó con los mensajeros, pero al final se vino a comprobarlo y los debió descubrir. Así que mató al querido y le metieron en la cárcel.
Cuando salió, encontró tajo en la fábrica y seguía casado con su mujer. Yo le quería conocer porque pensaba que iba a ser un tipo amenazador (¡yo que sé!), vestido de negro, y resultó que era un hombre bastante aburrido, muy calladito, flaco. Yo no sé lo que me esperaba encontrar. Yo era muy joven, pero no sé si tanto como para ser tan tonto. Una vez le pregunté a alguien que por qué le llamaban el Mexicano y me dijo, como si fuera una obviedad, que porque tenía bigote.
Puede que Martín Olmos haya descubierto algo que los demás no intuimos sobre la naturaleza humana. Ha escarbado por escenarios miserables…
Pues nada. Cualquiera que se haya dado una vuelta a la manzana ya ha descubierto que el ser humano es un miserable que puede ser peligroso en determinadas circunstancias. También cualquiera que haya trabajado en la empresa privada o haya ido a una reunión de vecinos. Como Mark Twain era sureño, alguien le preguntó una vez si albergaba algún prejuicio racial. Twain le dijo que no tenía ningún tipo de prejuicio, ni racial, ni religioso, ni social, y que le bastaba con saber que el otro era un ser humano, que no había nada peor que eso.
Hoy sigue escribiendo artículos de sucesos para El Correo. Y lo hace así…
Leo todo lo que puedo. Tomo muchas notas a mano en libretas sin ningún orden y al final tengo un montón de piezas que, si hay suerte, consigo unir. Lo peor es cuando se te ocurre una frase y te crees que es buena. Luego resulta que no es tan buena. Faulkner decía que para escribir hay que asesinar a las queridas. Suelo leer muchas veces lo que escribo y luego sientes un poco de pudor porque parece que lo que estás haciendo es importante. Y tampoco estás liberando el átomo.
Conocer tanta miseria humana no le hace ir con más cautela por la vida. Tampoco siente más temor que un tipo al uso.
Al final ya sabes que alguien te la va a organizar, y a veces con su mejor intención. No suelo ser muy cauteloso. Nadie puede vivir en estado de alerta todos los días de su vida. Nuestros antepasados, los cazadores de osos, tenían que vivir poniendo los cinco sentidos en cada paso, pero a nosotros la civilización nos ha domesticado.
El Salvaje Bill Hickok, el pistolero más famoso de la frontera, al final de su vida estaba completamente alcoholizado y no veía muy bien (un serio inconveniente en su oficio) y siempre que se sentaba en una timba, lo hacía con la espalda contra la pared y procurando tener la puerta a la vista, para ver quién podía entrar. En realidad, vivía del juego, así que se sentaba en muchas timbas.
Lo mataron una vez que se sentó dando la espalda a la puerta. Se descuidó. Ni siquiera él podía estar constantemente alerta. Y resulta que le mató un cheposo medio tonto que se llamaba Jack McCall.
Olmos lee a escritores y periodistas que escriben de crímenes o sucesos. A estos…
Hay buenos cronistas de sucesos por aquí. José Martí Gómez, Carles Quílez, Javier Valenzuela. En los periódicos aparecen crónicas muy notables, escuetas y prácticas. Manuel Jabois hizo un par de trabajos fantásticos con los crímenes estos del monje loco de Bilbao y el asesinato de la niña Assumpta. Pura información, como antes.
Y ha empezado a escribir ficción, donde, por supuesto, hay tiros.
Estoy sacando por entregas en la revista digital Chopsuey una novela de gangsters que quiere recordar a las novelas por entregas de los pulps. Se titula Serenata de plomo y la escribo con pseudónimo (Martin Holmes, ya ves que derrocho imaginación), imitando a los escritores de las novelas de duro de antes, las de Silver Kane y Estefanía. Es una cosa con contrabandistas y Al Capone y Chicago, y sigo la pauta de los clásicos del género: cuando no sepas cómo continuar la trama, haz que aparezca un tío con una pistola.
Una tarde con la canalla
