¿Y si China decidiera usurpar el nombre a Inglaterra?

usurpación de nombre

Un día los chinos decidieron que, desde ese momento en adelante, su país se iba a llamar Inglaterra. Obviamente, en un país que se llama Inglaterra no sería apropiado hablar chino, así que, a continuación, rebautizaron su idioma y lo llamaron inglés.

A todo el mundo le pareció bastante bien, menos a un consejero que observó que ya había un país que se llamaba así. No le prestaron mucha atención y, además de cesarle inmediatamente, le hicieron notar que ese otro era, en realidad, un territorio muy pequeño, una islita de apenas 245.000 metros cuadrados, frente a sus más de 9.596.651. Vamos, que no ocupaba mucho más, por decir algo, que la región de Chongquing (que, por cierto, iba a empezar a denominarse Southampton desde ese mismo instante).

Además, si 950 millones de chinos —perdón, de ingleses— decidían que lo que ellos hablaban era inglés, a ver quién era el guapo que les contradecía. Si los de la islita querían seguir llamándose Inglaterra, el presidente chino no ponía ninguna objeción a una anexión voluntaria a su gran nación, aunque eso sí, tendrían que aprender bien el inglés, y no el de antes sino el de ahora.

Según lo decidieron, se pusieron manos a la obra. Al principio fue un poco lío, porque hubo que cambiar todos los libros de geografía. Shangái pasó a llamarse Liverpool y Macao, Manchester. También hubo otros cambios, por ejemplo, la moneda se empezó a denominar libra esterlina y el centro comercial Hang Bao se rebautizó como Harrods. Los restaurantes chinos de todo el mundo se empezaron a llamar, de golpe y porrazo, pubs ingleses, aunque los rollitos de primavera se siguieron llamando rollitos de primavera y el cerdo agridulce se siguió llamando cerdo agridulce (no así el pato a la pekinesa, que se empezó a conocer como pato londinense). Por otro lado, centenares de academias de inglés repartidas por todo el mundo no sabían a qué atenerse.

Pero lo cierto es que los nuevos ingleses trabajaron como antiguos chinos, y en menos de un año estuvieron implementados todos los cambios. El presidente inglés (antes chino), que vivía en el palacio de Buckingham (antes Palacio de la Flor de Loto), se mostraba muy satisfecho con la diligencia de su pueblo. Daba gusto ser inglés.

Mientras tanto, los antiguos ingleses hacían todo lo posible por evitar semejante usurpación. Así, en cuanto el gobierno británico tuvo noticia de tan ilegítimos propósitos, ordenó a su embajador en Pekín que pidiese audiencia de inmediato con el presidente chino. Aduciendo un resfriado mal curado, el presidente Mu Liao se excusó de acudir al encuentro y delegó en su ministro de asuntos exteriores, Ah Yuan (que, casualmente, también era primo de su mujer).

Por su parte, John Worsmouth III procedía de un largo linaje de diplomáticos (entre el II, el I y él mismo, habían representado los intereses del Imperio en Washington, París, Madrid, Roma, Moscú, Buenos Aires, Lima, México DF, Canberra, Praga, Nueva Delhi y otras capitales de menor relevancia curricular), y por esa mezcla de genética, disciplinada educación y —sobre todo— britanismo, estaba acostumbrado a enfrentarse a todo tipo de crisis haciendo gala de una flema imperturbable.

Aun así, debía reconocer que esta situación excedía en mucho a cualquier otra en la que se hubiese visto envuelto, lo que le llevó a carraspear dos veces antes de entrar en la sala de conferencias (una concesión que en otras circunstancias le hubiese parecido intolerable).

usurpación de nombre

—Estimado ministro Ah Yuan, quiero hacerle partícipe de la preocupación que las últimas decisiones del presidente Mu Liao han provocado en el gobierno de mi país, como a buen seguro podrá usted entender.

—Por supuesto.

—Nuestras naciones están hermanadas por una larga tradición de amistad y respeto, y nuestras economías se benefician de acuerdos provechosos para ambas partes. Nuestro gobierno desearía seguir estrechando estos lazos, y estamos convencidos de que su gobierno querrá hacer todo lo posible para que esto sea así.

—Desde luego.

—Por otro lado, no creo que sea necesario mencionar las consecuencias que una decisión tan desafortunada pudiera conllevar, por lo que confío en la buena voluntad de su gobierno para evitarlas.

—Faltaría más.

—Me alegra oírle hablar así. ¿Puedo llevar este mensaje de concordia de su gobierno al mío?

—Se lo ruego.

—Entonces, entiendo que el presidente Mu Liao desistiría de llamar a su país Inglaterra y que lo anunciará públicamente.

—De ninguna manera.

El ministro Ah Yuan, sin variar un grado la media luna de su amable sonrisa, dio por concluida la negociación, hizo una cortés reverencia y abandonó la sala sin más, dejando a John Worsmouth III carraspeando sin parar. ¿No habían llamado ellos Inglaterra a Hong Kong durante 155 años? ¿Por qué habría de parecerles mal que fuera ahora todo el país el que se llamara así?, se fue reflexionando Ah Yuan. ¡Estos occidentales se ponían nerviosos por todo! El hombre superior siente tranquilidad en el alma, el hombre vulgar experimenta inquietud sin cesar. En esto, Confucio seguía teniendo mucho ganado sobre Shakespeare.

Al principio, toda la comunidad internacional apoyaba las reclamaciones de los británicos, que a primera vista parecían francamente legítimas, pero según se iba consolidando el cambio, cada vez se hacía más dificultosa una vuelta atrás. Por ejemplo, en la ONU, cuando se cedía la palabra al delegado inglés, los representantes de las dos Inglaterras se ponían a hablar a la vez y era muy confuso, porque aunque los dos idiomas se llamaran igual, en realidad no se parecían en nada. También podía pasar que una carta enviada a Michael Smith, de Southampton, acabara lo mismo en manos de un tabernero rubicundo que de un cultivador de arroz de tez dorada de la antigua Changchun.

Finalmente, una delegación de dirigentes de todo el mundo fueron a hablar con el primer ministro y con el rey de la Inglaterra original, y les participaron que la confusión internacional era enorme. Entonces, sugirieron que tal vez podrían ser ellos los que dieran su brazo a torcer, dado que los otros eran 950 millones de ciudadanos y ellos solamente 50 y, desde ese punto de vista hasta podrían llevar algo de razón.

Total, solo se trataba de renunciar a un nombre; muchas estrellas del cine o la canción lo hacían y luego les iba mejor con el nombre nuevo. Mira Cary Grant, que antes se llamaba Archibald Alexander Leach; o Marylin Monroe, que antes era Norma Jean Mortenson; o los mismísimos Woody Allen, nacido Allan Konigsbird, o Kirk Douglas, cuyo nombre de pila era Issur Danielovitch. ¡Si hasta Freddy Mercury no se llamaba Freddy Mercury, sino Farrokh Bulsara! Quién sabe, quizá eso que ahora les parecía un problema pudiera convertirse en una oportunidad.

Los argumentos no convencieron a nadie (aunque pusieron melancólico al monarca, porque mencionar al cantante de Queen le hizo acordarse de su madre). El primer ministro, en nombre de todos, dijo que de ninguna manera y que por encima de su cadáver. Sin embargo, la presión internacional era demasiado fuerte y, al final, ante el peligro de una guerra, una revuelta o de que alguien se empeñase de verdad en pasar por encima del cadáver del primer ministro, tuvieron que acabar resignándose.

Se produjo entonces otro problema: si ya no se iban a llamar Inglaterra, ¿cómo se llamarían? Se barajaron nombres más bien poco imaginativos como Anglosajonia, Nueva Albión o Shakespeareland, pero ninguno terminaba de convencer a nadie. De repente, 50 millones de personas se encontraron, de la noche a la mañana, viviendo en una nación sin nombre.  Entonces, el ama de llaves del primer ministro, que pasaba por allí en un descanso, sugirió que ya que se había quedado libre el nombre de China, quizá podrían quedárselo ellos. A nadie se le ocurrió una solución mejor, sobre todo porque estaban todos bastante desanimados y no les apetecía mucho pensar en nada.

Y es por esto que ahora los chinos toman el té a las cinco de la tarde, conducen por la izquierda y cuando alguien hace un chiste inteligente, se le dice que hace gala de un excelente humor chino. Aunque la verdad, después de todo esto, a ningún chino se le han quedado ganas de hacer chistes.

 (Nota: es posible que alguien, al leer este relato piense que es un vulgar cuento chino, pero se equivoca: a estas alturas es ya un vulgar cuento inglés).

Carlos Sanz de Andino es presidente creativo de Darwin & Verne 

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