La idea de bajar y subir escaleras para quemar calorías no parte de una persona preocupada por la línea, sino de alguien que quería evitar a los vecinos en el ascensor.
Caminando por la calle veo a lo lejos a un vecino del bloque. Me ha visto. Lleva gafas de sol y, por un momento, esto le permite hacerse el tonto. Se detiene en seco, mira a la izquierda buscando una salida de emergencia para evitar un «buenas tardes».
Sigo avanzando. Tengo en cartera mi mejor sonrisa.
El vecino mira a la izquierda. Y como si estuviera atado a una cuerda y tiraran de ella, entra en una tienda de bisutería y complementos. Este vecino no me debe dinero —tampoco voy prestándolo— y no tengo disputas con él por una plaza de aparcamiento; tampoco estoy considerado en el bloque como «el loco que amenaza con explotar el edificio con la bombona de butano encerrado en la terraza». Pero quiero decirle a este vecino, si me está leyendo, que lo entiendo. Ser vecino se convierte en una cuestión cada vez más difícil. Que se lo pregunten a P.
—Tengo que ir al médico y mi hija no puede llevarme —dijo un jubilado, vecino de P.
P. vivía y vive en un pueblo. El médico del hombre jubilado está o estaba en otro pueblo.
—Yo le llevo —dijo P. de buena fe.
Y así, P. acabó convertido en chofer del jubilado. Y este empezó a mangonear a P., a gritar, a pedirle que fuera deprisa con lluvia y granizo. En un momento de esta historia P. estuvo a punto de sufrir un accidente. ¿Por qué nunca le dijo «no» al jubilado?
También está el caso de M. Esta buena mujer tenía problemas para dormir. Una medianoche, una vecina que vio la luz bajo la puerta, llamó:
—¿Tienes un huevo? A mi hijo se le ha antojado un huevo frito —dijo la vecina. Su hijo tenía una tardía edad del pavo, que no aprobó el teórico de conducir aunque le pusieron las respuestas ante los ojos.
Mi vecino cuando se quitó de en medio de forma rocambolesca no querrá que le pida un huevo a medianoche ni yo querré que él me lo pida. Ni él querrá tenerme en los cumpleaños ni yo que venga a mi salón a ver el Mundial de fútbol.
El buen vecino es una criatura que no se hace notar. Uno supone que existe porque de cuando en cuando llegan los olores de su cocido por el ojo patio o escucha cómo algún mueble es movido ligeramente. Sin embargo, ocurre lo contrario —más de lo que debería—: el vecino, aunque no se ve, se nota su presencia de manera grotesca o violenta.
Cuando uno es niño y cambia de clase, encuentra personajes clónicos a los que dejó atrás: el zampabollos, el chino que no es chino, el sabihondo… Cuando uno deja un bloque de vecinos para ir a otro, descubre que por alguna extraña razón, también encuentra a una galería de personajes tan cliché como reales:
– El que araña los carteles de «no fumen en el ascensor» o «no escupan ni caguen en el ascensor» (esto es verídico: el vecino cagón, el cartel y el que lo araña).
– El que hace una megaconstrucción en su casa (debe serlo, para martillear y usar el trompo dos o tres horas al día, durante un año y otro año).
– El que tira colillas al ojo patio; el que monta una piscina olímpica en la terraza así se hunda Roma;
el que ocupa dos plazas de garaje.
– El que hurga en los buzones ajenos.
– El que culpa a los niños de robar la correspondencia.
– El de «mi hijo tiene derecho a usar el patio, que lo estoy pagando» (balonazo va, balonazo viene) que suele ser también quién grita «en mi casa hago lo que quiero» y hace que la música sea oiga varios kilómetros a la redonda.
Uno imagina a Hobbes escribiendo que la sociedad es una «guerra de todos contra todos» viviendo en una comunidad de vecinos. En esta, madame Dupont arrobaja los excrementos de la ventana a la calle, monsieur Girardot hacía una réplica de marquetería de Notre Dame y monsieur Lombard aporreaba el piano hasta bien entrada la noche.
Ser vecino es para muchas personas como ser católico, judío o testigo de Jehová: no es una condición elegida. Hay quien nace vecino y muere vecino, y no parece consciente de serlo: los vecinos son los demás (igual que son otros los cuñados metepatas en la cena de Navidad). Insertado pues en una comunidad, uno intenta pasar desapercibido, y limitarse a los…
buenos días,
buenas noches,
vaya calor,
sí, pero por la noche refresca
este ascensor, cada día más lento.
Pasar desapercibido se convierte en una cuestión de salud mental. Cansados como estamos de las obligaciones del trabajo, las que se mantienen con personas desconocidas y otros berenjenales, uno pretende que el hogar se convierta en una burbuja.
Uno observa que tomar al vecino como potencial problema se da más en los edificios con varias plantas que en los barrios con casas individuales o en los pueblos. La idea de compartir zonas comunes da lugar a molestias, desasosiego, desconfianza… Solo las madres jóvenes y sus hijos que pasan las tardes en el patio parecen escapar a la idea de que el vecino es una criatura a mirar con recelo.
La idea de bajar y subir escaleras para quemar calorías no parte de una persona preocupada por la línea, sino de una persona que no quería cruzar palabra con los vecinos en el ascensor… Una estrategia como otra para rehuir al vecino, como:
—Suba, suba, no pare el ascensor que estoy esperando a alguien.
O ser abducido por una tienda de bisutería y complementos cuando realmente uno quería comprar el pan en la tienda de la esquina. Por supuesto que hay vecinos buenos, pero están en otros bloques…